Monday, November 14, 2011

Jarabe de Cebolleta.


Miguel Grillo Morales on Tuesday, January 4, 2011 at 1:38pm
     
A los Grillos, la responsabilidad y el trabajo nos era impuesta por nuestros padres desde muy temprano. Fue así, que comencé en unión de mis primos a hacer mis primeras labores, en la finca Esperanza y Sumidero, localizada en las cercanías del Central Mercedes, Matanzas, Cuba.
Entre otras tareas, se nos asignaba la recolección de las hojas verdes de la caña de azúcar, (cohollo) dejadas en el campo por los macheteros, usadas para alimentar todo tipo de ganado. Recoger, despajar y desgranar maíz, guataquear siembras, limpiar corrales de cerdos, cuidar vacas lecheras y caballos, eran algunas de las innumerables responsabilidades a nuestro cargo.
Aquellas tareas eran más llevaderas cuando eran realizadas en compañía de algún primo. Mi primo Oscarito y yo, nos buscábamos mutuamente, para hacernos compañía, mientras laborábamos. Confieso que en mi caso, por ser más pequeño, la mayor carga de trabajo la realizaba Oscar, siendo yo un simple acompañante, para charlar, o compinche de fechorías, que se nos ocurrían con alarmante frecuencia.
Fue así como una tarde de verano, en una limpieza del jardín de Quiro y Victoria, padres de Oscar, en la casa del algarrobo. Se le ocurrió a mi querido primo, investigar las cualidades medicinales de unas plantas que crecían con vertiginosa velocidad, en aquella fértil tierra colorada.
Las llamábamos Cebolleta, pues tenían el aspecto de una planta de cebolla, su raíz consistía en un bulbo morado y jugoso, el cual según Julio Pino, (apodo dado a Oscar), debían tener gran contenido de proteína, así como grandes facultades medicinales. Aquella aseveración, encendió nuestro instinto investigativo. Montamos una especie de laboratorio clandestino, lejos de la casa, debajo de una hilera de frondosas matas de aguacate, que quedaban a la izquierda del camino hacia el pozo, justo detrás de la fosa. Una lata, maderas y alcohol, sacado a hurtadillas de la cocina de Victoria, fue lo que necesitamos para hacer una fogata y hervir una cantidad considerable de aquellos bulbos. Logramos un menjurje viscoso, de color violáceo.
Mientras realizábamos estas labores, nos era casi imposible mantener fuera del perímetro del improvisado laboratorio a Sonia y Zaida las dos hijas pequeñas de Rogelio Corredera, un primo mayor a quien llamábamos, “galopito”, por su costumbre de cabalgar siempre al galope, hasta dejar sus bestias exhaustas y bañadas en sudor. La otra notable cualidad que recuerdo de Rogelio es que era gago.
Así que una vez terminado el experimental procedimiento se les acredito permiso a las niñas para visitar el laboratorio, con el estricto requerimiento, que tenían que probar aquel producto milagroso. Sonia una regordeta a la cual llamábamos cariñosamente, "barril de manteca" quizás por ser la mayor y mas consiente, probo con cuidado y de mala gana, el cocido y lo encontró muy amargo.
Aprovechando un descuido de Victoria, me toco a mi, sacar de la cocina, una cantidad de azúcar considerable, con la que endulzamos aquel “cocimiento”, hasta hacerlo tragable. Zaida una flaquita raquítica, mas pequeña y resuelta, bebió una cantidad considerable de aquello, exhortada por aquellos primos locos devenidos en instantáneos químicos investigativos.
Nosotros, la observábamos con detenimiento y yo apuntaba por instrucciones del director y jefe investigativo, en una libreta, todos sus movimientos, y su estado de salud. Las anotaciones revelaban, con lujo de detalles, todos sus síntomas, empezando con leves dolores de vientre que se fueron agudizando pasada la primera media hora. Las anotaciones cesaron cuando nos percatamos que la niña no salía del baño, aquejada por unas diarreas, solo comparables con las que sufrió Rita Pereira muchos años antes, cuando padeció el temible tifus. Estuvo tres días cagando.
Jamás vi a Rogelio tan gago. Por un momento temí que no volvería a hablar jamás. Las venas del cuello, casi se le explotan, mientras le exigía a mi Tío Quiro que nos diera a Oscar y a mi, un fuerte y merecido castigo para que pusiéramos fin de una vez y por todas, a lo que el, consideraba un grave peligro para su familia.
Claro, la sangre no llego al rió, en gran parte nos salvo que la victima expulso, al tercer día, una gigantesca lombriz solitaria, que desbordo un tibor de peltre blanco. El alma me vino al cuerpo, cuando una semana después vi, a nuestra paciente, ojerosa y descolorida, beber a sorbitos un caldo de pollo hecho por Victoria. Aunque muy pocas, aumento algunas libras. Aquel restablecimiento le dio a mi primo Julio Pino la convicción y la seguridad de que la cebolleta era el mejor descubrimiento desde la penicilina y que aquello nos haría famosos y millonarios. Los experimentos cesaron por un tiempo.
Hasta un buen día, en que Gilberto Crespo “Pupu”, el entonces marido de nuestra prima Cira se le ocurrió la brillante idea de aparecerse en casa, aquejado de un fuerte e insoportable dolor de oído.
JP lo condujo al “consultorio”. Yo aproveche un descuido, para salir despavorido, por la puerta trasera, en busca de mi bicicleta, para poner prudente distancia entre mi persona y los hechos próximos a ocurrir allí. Pero alcance a oír a un seguro y resuelto, Dr. Grillo, comentarle a su paciente los maravillosos resultados y la casi milagrosa virtud de las gotas de cocimiento de cebolleta.
Décadas mas tarde, pude comprobar, como aun Pupu ladea la cabeza cuando conversa. No dudo de que aquella tarde desapareciera su insoportable dolor de oídos. Pero también desapareció gran parte de su capacidad auditiva.

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