Friday, April 17, 2020

La goma del arrepentimiento.

Una débil luz mal iluminaba  el portal y se derramaba con tristeza sobre el pequeño jardín formando una media luna color ámbar frente a la casa. Troncos, tallos, ramas, hojas y flores parecían marchitas bajo el baño de la tenue iluminación causada por el pobre voltaje. Todo, parecía a punto de morir, menos aquella esfera blanca, reluciente, casi fosforescente que servía de cantero a una florecida mata de marpacifico. La reconocí inmediatamente. Era una goma de tractor, una  goma delantera de desecho del tractor de mi padre, goma que yo utilizaba como juguete haciéndola rodar cuesta abajo por el callejón de la finca La Esperanza donde vivíamos. Era mí goma. 

Me encontraba, en compañía de mis padres, de visita en la casa propiedad de mis tíos Juana María Grillo (Quirita) y Sebastián Amaya a unos trescientos metros de nuestra casa en el camino que conducía a finca La Esperanza propiedad de la familia Grillo. La casa que visitábamos era utilizada por mis tíos sólo en tiempo de zafra, época en que Amaya trabajaba como puntista en el central Mercedes. El resto del año residían en La Habana. Mi tía Quirita y mi prima Mercy habían venido de La Habana para pasar la fiestas de fin de año en familia. Mercy mi prima vio la goma tirada en la cuneta del callejón y se la llevó a casa, la pintó de blanco y la colocó en el jardín formando un círculo alrededor del tronco de la mata. No sabía ella que aquella era “la goma de Miguelito” mi goma, la que todos respetaban, no importaba si
permanecía abandonada, tirada en el camino por varios días o semanas.

La alegría que siempre me producía la llagada de mi prima habanera, con su elegancia, su hablar, actuar y comportamiento tan distinto, se esfumó y en su lugar me invadió la ira. Entramos en la casa y sin  saludarla le reclamé la goma. -Me la encontré botada y es mía- me contestó con firmeza. Argumenté todo lo que pude, con la capacidad de un crió de siete años, pero no lo suficiente para convencer a mi prima que me doblaba la edad. Al marcharnos tarde en la noche, volví a mirar mi goma en el jardín y en silencio juré tomar venganza. 

Vigilé a Mercy hasta que una tarde desde mi patio la vi jugar con sus amiguitas del barrio y con nuestra prima Kenia, habanera y de visita en la finca también, en el callejón frente a mi casa. Se sentaron en la yerba al borde del camino. Mercy recostó la cabeza en la maya que servía de cerca perimetral a nuestro patio. Me acerqué como un lobo a su presa, introduje ambas manos por los cuadros que formaban la maya, le agarré el cabello y tiré con todas mis fuerzas. La cabeza se le estrelló contra los alambres, yo coloqué ambos pies contra la parte interior de la cerca y halé con todas mis fuerzas. Los chillidos que emitía mi prima, los gritos de Kenia y sus amiguitas no satisfacían mi sentimiento de venganza. Caí como en un trance y no la soltaba. La algarabía hizo que medio barrio saliera a ver que sucedía, incluyendo a mi madre. Ni los gritos y cocotazos que me propinó Carmita, ni los ruegos y promesas de perdón eterno, ni las mordidas que no recuerdo quien me dio en los brazos me hacían soltarla. Hasta que no la oí decir tres veces que la goma era mía, no la solté. Recuerdo haberme quedado con dos mechones de cabellos en las manos. Aquella bronca fue insignificante comparada con la que recibí de mis padres acompañada de un severo castigo.  En aquel momento la satisfacción de la venganza bien valió el precio a pagar. Días después con la ayuda de un primo mayor y con Mercy de regreso a La Habana recupere la goma. 

Lo que nunca he recuperado es la paz total. Me acompaña un sentimiento de pena por aquel infantil pero barbárico proceder. Cincuenta y siete años después de aquel neumático incidente se redobla en mi el arrepentimiento. Mi prima Mercy hoy cumple una semana en casa, después de pasar ocho días en el hospital recuperándose del coronavirus. Anda devil y demacrada. Tengo muchos deseos de verla,  abrazarla y darle un beso. Quizás entonces se me quite este malestar que tengo en la cabeza, como si alguien me tirara del cabello, desde que ella cayó enferma. Pero lo que más me entusiasma es ver su reacción, su cara cuando vea la goma de tractor pintada de blanco que le tengo lista como regalo. I love you Mercy!

Monday, April 6, 2020

¿Martí, o Mayeya?




¿Martí, o Mayeya? Se preguntaban los residentes del central Mercedes (6 de Agosto) al contemplar el busto instalado en el patio de la escuela primaria José Abrines. La torpeza de un escultor revolucionario sumado a las incontables manos de pintura blanca recibidas,  habían convertido la figura en algo imposible de identificar. La voz populi convirtió el caso en una adivinanza y bagaba en la imaginación y la ocurrencia de los vecinos, que disputaban la identidad entre la del Apóstol y la de Mayeya, el querido bobo del pueblo. 

¿Martí, o Mayeya? Se preguntó Horacio Roque, el jefe de la milicia del pueblo, la madrugada en qué, haciendo su habitual ronda para proteger la población del eminente ataque del imperialismo Yanki que la propaganda gubernamental anunciaba y anunció por lo siglos de los siglos, la iluminó con su potente linterna Made in China.

 La efigie bañada de luz y de roció se volvió fosforescente y su resplandor se multiplicó en los húmedos techos de zinc haciendo todo el pueblo una especie de bola iluminada.  Marti o Mayeya parecieron pestañear encandilados por la potente luz y su sombra, o sus sombras, se agigantaron alcanzando el fondo del patio de la escuela. Fue entonces que Horacio los divisó detrás de los marpacificos que formando un pequeño jardín rodeaban el busto.  Ambos en cuatro patas como los perros. Ella delante y debajo, él encima y por detrás. 
-¿Quienes andan y que hacen ahí?- gritó Horacio desenfundando el revólver. Encandilados, al igual que el busto y los techos, por el haz de luz, la pareja quedó muda. Horacio temió  por la seguridad de la revolución, confundió el acto sexual con un acto de sabotaje y decidido a defender la patria con su propia sangre apretó el gatillo. El disparo sonó como un trueno, aterrorizó a los furtivos amantes que corrieron despavoridos y desnudos hacia el fondo del patio desde donde se escucharon espantosos quejidos mezclados con el chirriar de los alambres de la cerca. En un pueblo pequeño, víctima del racionamiento y la escasez impuesta por el socialismo, le fue fácil a Horacio identificar por las prendas de vestir dejadas en el lugar de los hechos a los involucrados. La saya y la blusa pertenecían a Luzdivina una negra flaca propietaria de una lujuriosa fama, que por un peso era capaz de succionar cualquier objeto y por cinco las mismísimas torres del central. Allí, además de sus estrujadas prendas de vestir, encontró el miliciano en jefe un pequeño monedero con un resguardo religioso, dos pesos y la llave de su cuarto en el barracón. Por el hedor del pantalón y la camisa fue fácil identificar a su propietario. Pertenecían a Guerreiro un gallego ermitaño y sucio que vivía prácticamente de lo que recolectaba en los tanques de basura del batey. A las evidencias encontradas junto al busto, Horacio le añadió las que encontró en la cerca de alambre de púas. Jirones de piel negra y mechones de cabello encaracolado, y sin lugar a dudas la más determinante, un retazo de piel roja y arrugada en forma de bolsa que identificó y anotó en su pequeña libreta de apuntes como, “el forro de un huevo”. 

Acusados de contrarrevolucionarios y de atentar contra los poderes del Estado, Luzdivina y Guerreiro fueron arrestados. En la cárcel ella sanó sus heridas. A él fue necesario extirparle un testículo en el hospital de Colón.
Meses después fueron llevados a un juicio popular que se celebró, abarrotado de público, en el cine del central. 

El juicio fue breve. Si demoró más fue por las ocurrencias de Mayeya que haciendo el papel de reportero y utilizando su linterna como cámara fotográfica la encendía y apagaba simulando tomar fotos con flash. 

El juez golpeó con el mazo la mesa y ordenó orden el la sala. En ese momento una amiga de la acusada se acercó al improvisado estrado y le entregó al juez una hoja de papel. La hoja contenía, se supo después, una larga lista con los nombres de los habituales clientes de Luzdivina y su determinación de hacerla pública. Allí aparecían los nombres de prácticamente todos los miembros del jurado y del propio juez. Después de una reunión y un acalorado intercambio de opiniones, el letrado tomó el micrófono y anunció con voz grave a los presentes, que por decisión unánime y para demostrar la humanidad y generosidad de la revolución, los acusados eran declarados inocentes y puestos en libertad.

Los vítores se mezclaron inmediatamente con la malicia popular y lograron varias cosas. Luzdivina fue bautizada con el mote de “la compañera ordeñadora”, los miembros del jurado y el juez, “los ordeñaditos”, Guerreiro “el chiclano”, Horacio “Sherlock Holmes” y el escultor “Jack el destripador.” 

El batey recuperó poco a poco la calma. Algunas cosas fueron irrecuperables. Guerreiro no recupero jamás su huevo, ni el busto su identidad. Años después los residentes del central observan la obra y repetían la inevitable pregunta, ¿Martí o Mayeya?

Miguel Grillo Morales. 
6 de abril del 2020
Zolfo Springs, FL