Thursday, November 29, 2018

Mis treinta diamantes.




La demolición quedó completamente detenida cuando al remover la cobertura de yeso de la pared del viejo cuarto de desahogo descubrí sobre un travesaño la pequeña bolsita de terciopelo negra cubierta de polvo y telarañas. Al tomarla en las manos noté que no estaba vacía, dentro se podía palpar varios objetos, pequeños y de similar tamaño. Desaté la pequeña cuerda que mantenía la bolsa cerrada y sobre la palma de mi mano rodaron en un pequeño desfile una cantidad considerable de piedras transparentes y brillosas cortadas idénticamente.   ¡Son diamantes, son diamantes!  repetí varias veces mientras experimentaba un ahogo y una aceleración del ritmo cardiaco similar a un caballo en la recta final de una carrera. Los conté, eran treinta. ¿Cuál de los propietarios anteriores pudo esconder esto aquí? me pregunte. Tediosa o imposible tarea la de intentar averiguarlo. La idea de quedarme con el hallazgo superó la de intentar devolverlo.  

Remodelábamos una propiedad recién adquirida y el contenido de aquella bolsa tenia según mis primeros cálculos cuatro veces el valor de la inversión total. Estaba solo en la obra, no corrí, no grité aunque ganas no me faltaron. Recordé aquella tarde en la finca Esperanza y Sumidero cuando siendo un niño encontré lo que creí entonces era el legendario tesoro de los Grillos y termino siendo el desentierro de los ahorros de mi padre. Calma Miguelito, calma me dije a mí y a mi conciencia.

Mientras pasaba la euforia medité sobre cómo había sido posible que a pesar de haber estado involucrados varios obreros en las actividades de remodelación a lo largo de seis meses haya sido precisamente a mí a quien le tocara descubrir el tesoro. No encontré otra respuesta. Así que terminé por achacárselo a lo que considero es una racha de buena suerte que me acompaña desde que Carmita me pario de pie. (De pie ella por locuras de la comadrona. Yo nací cabeza primero como casi todo el mundo)

Pasar el sábado y el domingo en silencio pero con la cara radiante de felicidad no fue fácil. Conocedor del delirio de las féminas por los diamantes no le dije nada a Mimol. El lunes, desperté sobresaltado a las tres y treinta y tres de la mañana, extendí la mano y palpé en la primera gaveta de mi mesita de noche la aterciopelada bolsa, con la punta de los dedos fui contando los escurridizos bulticos, 27, 28, 29, 30. Si, estaban todos, musite y me quedé dormido.


Largo y tedioso fue el viaje hasta el Seybold Bulding cuna del negocio de piedras finas en el “downtown” de Miami. En el negocio indicado toque el timbre y desde el mostrador apretaron un botón que liberó el cerrojo de la puerta. Entré y me presenté con nombre y apellidos. Por la pequeña apertura de una vidriera con doble cristal a prueba de balas introduje la bolsita. Del otro lado del grueso cristal un anciano judío de mirada apacible, largas, encanecidas trenzas y negra vestimenta, tomó la pequeña bolsa y esparció su contenido sobre un cristal. Con la punta del dedo índice las empujo para un lado y para el otro bajo una luz especial que las hacia brillar de una manera cegadora. Yo observaba la operación y mis ojos brillaban más que las treinta piedras. Una a una se llevaba las piedras entre sus dedos índice y pulgar muy cerca del ojo izquierdo y las observaba a través de un pequeño microscopio ajustado a la armadura de sus lentes. Las observaba detenidamente, luego emitía un sonido, hacia un gesto de aprobación, hacia un giro brusco con la cabeza retirando el pequeño microscopio de su campo visual, me miraba fijamente, sonreía y repetía la operación con la siguiente piedra. Treinta veces repitió el ritual, exacto, preciso. Las treinta veces yo involuntariamente detenía la respiración hasta que el gruñido, el gesto de aprobación y el brusco giro, unidos a la sonrisa me hacían inhalar oxígeno de nuevo cuando ya mi color era semejante al gris de un ahogado.

Entre resuello y resuello me repetía mentalmente en un estado de exaltación extrema, ¡Son diamantes, coño son diamantes! Sentí la presión sanguínea subir hasta enrojecerme las orejas. Temí por un momento caer fulminado por un sincope cardiaco y decidí respirar profundo y organizadamente, pero sin quitar la vista de mis piedras preciosas temeroso a que el octogenario mercader fuese a realizar un hábil cambio.

Cuando examino la numero treinta, no pude resistir la tentación, fue entonces que intentando guardar la compostura pregunte en un ingles rebuscado y cuidadoso.

Are they diamonds? ¿Son diamantes? 

Entonces escuche la respuesta en un español de acento hebreo que retumbo como un disparo de escopeta en aquel estrecho cuartito y que me hizo en unos minutos hacer un listado enorme de planes.

¡Sí!

Puedo estropear el relato, pero tengo que ser sincero con ustedes; me cagué.

Isaac o Isidoro, así se llamaba el experto, me devolvió en un curioso recipiente de cristal circular mis treinta piedras preciosas. Mis treinta diamantes.

Espere por favor, le voy a emitir la factura y el certificado. dijo, y se perdió en el fondo del recinto.  

Regresó, lo primero que me extendió fue la factura, cincuenta dólares que pagué en efectivo, reprimiendo los deseos de dejarle una cuantiosa propina. Lo segundo, una vez pagada la factura fue el certificado.

El certificado me temblaba en las manos. Devoré visualmente el contenido del papel. Lo primero que me saco los ojos de orbita fue el espacio donde se indica el valor; el espacio estaba atravesado por una raya negra horizontal.   A pesar de su experiencia no se atreve calcular el valor pensé. Entonces leí la sección donde se detalla el tipo de piedra. Sentí que todo el  Seybold Bulding y los demás adyacentes del centro de la ciudad de Miami me caían encima aplastándome. Allí en el certificado se podía leer con letras negras de imprenta la palabra que le daba significado a lo que yo momentos antes había entendido como un “SI”. Lo que el anciano hebreo me había contestado, lo que me había dicho en ingles era “Z” el símbolo de joyería que se utiliza entre los conocedores parta referirse a Zirconia. En el lugar donde estaba supuesto a señalar el valor aproximado prefirió trazar una raya horizontal negra, porque según me dijo el muy hijo de Israel, nosotros nos especializamos exclusivamente en diamantes.

¡Gracias! creo haber dicho balbuceante y me fui.       

Tuesday, November 27, 2018

Mirta en la distancia y el recuerdo.



 

A mi prima Mirta. Que aún vive perdida en el mismo callejón de la historia.
La divisamos en la distancia, caminaba rumbo a su casa por el callejón de la finca Esperanza y Sumidero, con una jaba colgada del brazo, dejando a su paso una leve nube de polvo que se desvanecía o se posaba sobre la superficie de tierra. Su frágil figura parecía levitar sobre el espejismo vaporoso que producen a lo lejos los rayos solares en las planicies secas. Regresaba de la tienda del pueblo, dónde había comprado la magra ración que le adjudicaban por la tarjeta de racionamiento.
 
Fue mi primo Oscar quien me la señaló. − Mira, mira, allá va Mirta. Oscar y yo regresábamos de la escuela a caballo como era de costumbre. Era el mes de Mayo y aquella tarde, antes de apagarse en los brazos de una luminosa noche de luna llena, se empecinaba en castigar con sus últimos rayos solares la existencia de todos los pobladores del central Mercedes y sus alrededores.
 
− ¿Migue, a que tú no te atreves a decirle sebingosa? − me dijo en forma de pregunta y reto Oscar. Mi primo solía ponerme a prueba. Algunas veces producto de un ataque de hijeputismo de los que padecía con peligrosa frecuencia. Yo jamás había escuchado la palabra, pero el peso de demostrarle mi valor al primo, que era una suerte de héroe para mí, me hizo contestarle rápido y resuelto, − yo sí se lo digo− y comencé a repetir la palabra mentalmente para no olvidarla mientras nuestra cabalgadura acortaba con su paso la distancia que nos separaba de Mirta.
 
Mirta Corredera era nuestra prima. A pesar de su juventud, era solo cinco años mayor que Oscar y diez años mayor que yo, lucia avejentada. Andaba desaliñada, con el cabello mal atendido y era extremadamente delgada. Caminaba encorvada y tenía la piel y las manos curtida por los avatares del campo. No sabía leer ni escribir pues sus padres nunca la enviaron a la escuela. Solo logró hacer sobre una hoja de papel unos trazos deformes y desorganizados que nada tenían que ver con letras, después todas las noches de los diez meses que alumbrada por un farol chino de ruidosa luz, Margarita Pereira intentó enseñarla a leer y escribir. Tenía etapas de profunda calma, días en los que, sentada en un taburete, con la mirada perdida en el potrerito de la viuda, se sumergía en un silencio sepulcral mirando el ganado pastar y conversando con los muertos y entonando canticos indescifrables. Cuando se sacudía de aquella modorra y regresaba al mundo de los vivos, era la que organizaba y lideraba las cacerías con tirapiedras, trampas para codornices o las cocinatas de semillas de marañón en improvisados fogones de piedra y pedazos de planchas de zink a escondidas de nuestros padres.
 
Mirta ayudaba a mi madre en los quehaceres del hogar, mis padres la querían mucho. Solo una vez se enojaron con ella, fue el día que me llevó a la arboleda del tío Pipe y nos dimos una hartada de mameyes Santo Domingo que me produjo un empache descomunal del que solo me salvó la vieja Antolina traída a mi casa para que me pasara la mano, una suerte de ritual, una estimulación al recorrido de los alimentos por los intestinos realizado al pasar las manos embarradas de aceite caliente haciendo presión sobre el abdomen acompañado de rezos. Yo jamás había tenido diferencias con Mirta, o más bien solo había tenido una, la vez que la llamé yegua vieja, por indicaciones de Oscar y la que estaba a punto de tener por indicaciones también de él.
 
Criollo, marchaba resuelto, con el entusiasmo que invade a los caballos cuando van camino de regreso a casa, donde saben que les espera comida y descanso. La distancia entre nuestra cabalgadura y la prima Mirta se fue acortando hasta que la alcanzamos. Para sorpresa mía, una vez junto a ella, Oscar comenzó lo que se puede catalogar como un dialogo entre sordos, gesticulaba aparatosamente y gritaba no dejándome oportunidad de decirle lo que momentos antes me había indicado que le dijera. El dialogo no tenía sentido, pero en realidad ningún dialogo con Mirta tenía mucho sentido. Dos veces dije la palabra indicada, pero las dos veces la voz de mi primo ahogo la mía, hasta que dirigiéndome a él le pregunte a gritos,
− ¿Chico, me vas a dejar que se lo diga o qué?
− ¿Decirme que? – preguntó la aludida, mirándonos desde la negrura de dos ojeras como el fondo de dos botellas de vino tinto.
− Sebingosa. – conteste yo sobre la voz de Oscar que le pedía que no me hiciera caso.
− ¿Qué tu dijiste?
− Sebingosa, sebingosa, eres una sebingosaaaaaaaaaaa. – grité a todo pulmón.
 
Mirta depositó con calma la percudida jaba en el suelo y se armó en pocos segundos con una considerable cantidad de piedras que abundaban en el camino. Yo al verla, me desmonté de Criollo e intente ponerme a salvo detrás de Oscar y el animal. Desde el caballo Oscar trataba de mediar, gesticulaba con ambas manos, comenzó pidiéndole que no me hiciera caso y rápidamente pasó a hacerle incongruentes ofertas que incluían ir a pescar o regalarle su tirapiedras. Pero la furia de la aludida era incontrolable. Los primeros proyectiles hicieron impacto en el animal y algunas en la fisionomía de mi primo. Oscar insistía en lograr la paz, pero a Mirta se le había colado el diablo en el cuerpo. Emitía un sonido gutural adornado con un rosario de improperios y disparaba andanada tras andanada de piedras con ambas manos. Yo seguía haciendo círculos parapetado tras Criollo, y comencé a ripostar el fuego enemigo con un picheo empedrado y constante. Oscar, atrapado en el fuego cruzado recibía impactos en su cuerpo. Fue una pedrada en el pecho propinada por Mirta la que hizo que mi trinchera de cuatro patas saliera espoleada a todo galope dejándome allí en el campo de batalla frente al Miura enloquecido. Intenté protegerme en la cuneta y desde allí continúe devolviendo el fuego. Nada detenía a mi adversaria. Recuerdo haber hecho blanco varias veces, pero ella seguía avanzando y no paraba de lanzar piedras. Sentí un dolor intenso en el brazo y otro en una pierna, resultado de dos certeras pedradas. No me quedó más alternativa que escapar atravesando la cerca de alambre de púas. Sentí el acero lacerándome la piel de la espalda, dejé mi camisita en ripios colgando de los alambres y me adentré en el potrero de Quiro. Corrí paralelo al callejón bajo una lluvia de piedras que la cerca no era capaz de detener, hasta que deje aquella loca detrás. Seguí corriendo hasta que alcance a Oscar que había detenido a Criollo a casi medio kilometro y analizaba los daños en su cuerpo y en el del caballo.
 
Me costó trabajo volver a cruzar la cerca para subir al camino. Jadeante, cojeando, con la piel de la espalda hecha jirones me acerqué a mis compañeros de viaje. Fue entonces que vi los hematomas que brotaban como violetas en todo el cuerpo de mi primo y algunas magulladuras en la piel de Criollo. Oscar estaba morado de piel y de ira. Se volvió hacia mí y me grito indignado.
 
− ¿Tú eres comemierda o qué? –
 
Al fin de un salto monto en Criollo y extendió el pie para que yo lo usara de estribo y subiera también.
 
Cabalgamos por la guardarraya camino a la casa del tío Quiro. Íbamos en total silencio, rodeados de verdes y ondulantes campos de caña de azúcar, acompañados por algún pequeño y esporádico remolino de corta duración que levantaba un espiral de tierra colorada y paja de caña para morir a escasos metros y con la misma espontaneidad que surgió. Hasta que una pregunta mía nos hizo reír a carcajadas.
 
− ¿Chico, ser sebingosa es tan malo?