Monday, November 4, 2013

La última ducha.

Jose Miguel Grillo Martin (1932)

Deslicé el dorso de la mano sobre el espejo empañado. Por unos segundos logré ver mi rostro reflejado en la despejada franja vertical. El exceso de condensación creaba gotas de agua que corrían como diminutos ríos a intervalos por la lisa superficie hasta llegar al borde inferior, allí se detenían por unos segundos hasta que se le agregaban otras. Vacilantes y temblorosas se desprendían cayendo al vacío hasta estrellarse contra el lavamanos de porcelana blanca. Como ellas, yo me detuve unos segundos, observando aquel otro yo en la cristalina y borrosa superficie. Buscaba fuerzas, valor. A medida que el vapor nublaba el espejo, la imagen de mi rostro se fue disipando en la sofocante niebla.
La voz de mi padre me sacó del letargo.
    − ¿Quién es?
− Soy yo, viejo. −Le respondí, intentando que mi voz no sonara quebrada por la emoción.
El cuarto de baño era pequeño. Su decoración revelaba el sencillo gusto de mi madre. Del toallero colgaban cuatro tollas blancas, sobrepuestas de mayor a menor. En las cuatro, bordadas con fino hilo color oro sobresalía la letra G. A la más pequeña, un lazo de cinta, azul como las lozas de las paredes, le creaba una especie de cintura textil. Sobre la blanca tapa de la taza del inodoro, una muñeca, con la falda de su vestido tejido a mano cubría un rollo de papel higiénico de repuesto. Un ramillete de girasoles pintados adornaban el pequeño cesto de mimbre. Tres cuadros de temas marinos colgaban de las sudorosas paredes. Sobre el mueble del lavamanos las prendas de vestir que usaría mi padre: un pulóver blanco, un calzoncillo y un pantalón de pijamas. En una esquina, su bastón de madera y sus pantuflas. Todo envuelto en aquella densa nube de vapor.
¿Cuándo llegaste?
    − Hace unos minutos.

    − ¿Qué tal el viaje?

    − ¡Bien, sin contratiempos!

Detrás del cristal nevado de la ducha divisé su silueta desnuda. Aquel otrora hombre robusto, ágil, era un anciano frágil, enfermo. Dos cosas aún le acompañaban, su estatura y toda su entereza. Era una mañana de sábado, yo había realizado el acostumbrado viaje de una hora Miami-West Palm Beach para visitarlo y pasar con él, el  fin de semana.
 
 ¿Cómo te sientes, viejo?

    -- Me siento bien.
Su respuesta nunca variaba, nunca varió. Minutos antes, mi madre ahogada en llanto me había dicho todo lo contrario.

    − No se queja, pero no está bien. Yo sé que tiene mucho dolor.
Cuando deslizó la puerta de la ducha y asomó la cabeza, para saludarme formalmente con un estrechón de mano, yo ya me había despojado de la camisa y procedía a quitarme los pantalones.

    − ¿Que tú haces? Preguntó con tono y cara de pocos amigos.

    − ¿No me ves? Me estoy quitando la ropa. Voy a bañarme contigo.

    − ¡Mire muchacho, carajo! −Contestó como para persuadirme de mis intenciones.
Apenas lo dejé terminar la frase y ya me encontraba junto a él, intentando aclimatar mi cuerpo al agua caliente.

− ¿Muchacho, tú estás loco? Me dijo, pretendiendo aparentar enfado. Pero en su rostro, en el brillo de sus ojos, advertí más que asombro o contrariedad, una media sonrisa de satisfacción y felicidad infinita.
− ¿Viejo, cuántos años hace que tú y yo no nos bañamos juntos? –Pregunté, con la voz algo quebrada.

    −No sé hijo, hace mucho.
Y era cierto. Hacía mucho tiempo que mi padre y yo no nos bañábamos juntos. Un ritual diario de mis años de infancia, donde aprendí desde el aseo personal, hasta el arte de adherir la vieja y delgada pastilla de jabón a la nueva, abolido por el advenimiento de los años de pubertad y tabú machista, se repetía ahora cuando ambos éramos adultos. Yo, un joven de veintiséis años, comenzando a vivir. El, un hombre de setenta y cuatro años en el ocaso de su vida, batallando contra un cáncer en fase terminal.

No logro precisar el tiempo que estuvimos allí, no sé de dónde saqué fuerzas para hablar de tantas cosas. Le señalé el buen ejemplo que él había sido para mí. Lo orgulloso que me sentía de tenerlo como padre. Le agradecí tantas enseñanzas y el sacrificio de abandonar con 62 años su país natal, para que yo no fuera víctima de un régimen totalitario.
 − Te quiero mucho, viejo. −Le dije a duras penas. Ocultando sollozos, le besé la empapada frente.
 − Y yo a ti, mi hijo. Me contestó sin perder la compostura.

Mi padre y mi primer hijo Alejandro Grillo.
 
Mi madre me lo corroboró cuando llamó por teléfono la noche del domingo para saber cómo habíamos hecho el viaje de regreso.
 − Hace mucho no veía a tu padre tan feliz, tuvo un fin de semana espectacular. Gracias, hijo.
Unos días después, el 4 de noviembre de 1983, volví a besar la frente de José Miguel Grillo Martin. Apacible, despojado de dolor y sufrimientos, amortajado.
Hoy se cumplen treinta largos años de su partida física. De aquel último beso. Aun me acompañan su amor y su ejemplo. Y el placentero recuerdo de aquella última ducha que nos dimos juntos.
Nunca he permitido la imposición de héroes, los míos los escojo yo y mi padre fue y aun hoy sigue siendo mi gran héroe.
Te quiero viejo