Monday, October 13, 2014

Teo.





Familia Gonzalez. Bar/Cafeteria Hogares. Madrid (1969)
 
A pesar de los intentos de Teo por evitarlo, la fina copa de cristal se hizo añicos contra la pared exterior del edificio. Su contenido dejo una mancha oscura en la superficie de ladrillos rojos e inundó la tarde madrileña de olor a brandy. 
Conocí a Teófilo Saguar una tarde primaveral de 1971. Él, alternaba con un grupo de amigos en el Bar/Cafetería Hogares. Del otro lado del mostrador, yo me ahogaba en las inseguridades de un chaval de catorce años recién exiliado, en su  primer día de empleo, que se asomaba con timidez a una nueva vida en un Madrid muy lejos y muy distinto del verde entorno del campo cubano que lo vio nacer.
Teo, como le llamaban sus amigos, el señor Miranda y el señor Willy, componían aquel grupo de amigos que entre copas, aperitivos, cigarrillos, risas y bromas, disfrutaban unas horas de juerga. Español en la mitad de su tercera década de vida, Teo era fornido, de incipiente calvicie, pelo corto y rizado, trabajaba en la redacción del diario ABC y era vecino de la Colonia Hogares, barrio que le daba nombre y donde estaba radicado el negocio regentado por la familia González, donde yo torpemente ejecutaba mi primer día atendiendo el bar.
Aquella tarde, se desató entre los amigos una disputa. Miranda y Willy, protestaban enérgicamente ante Modesto el hermano mayor de los González, administrador del negocio, por permitirle a Teo mantener en el Bar una copa personal de tamaño mayor a las demás, donde se le servía brandy Magno, su licor favorito. La copa termino destrozada. Yo miraba espantado aquel drama y temí una escalada en las acciones y un final belicoso. Pero la sangre no llego al río. La velada prosiguió sin mayores contratiempos. Los amigos la pasaron de maravilla. Cayendo la tarde se despidieron con abrazos y promesas de encontrarse a la misma hora, en el mismo sitio, el próximo día. Antes de marcharse, Teo se me acercó para pagar la cuenta y notando mi incertidumbre, con voz grave me dijo, − No te preocupes chaval, que todo te irá bien. El próximo día se apareció en el bar con una copa nueva de mayor tamaño que la anterior.
Teo era un asiduo cliente y gran amigo de Modesto. Después de cerrar el bar, en las madrugadas, Modesto me llevaba en su coche hasta mi casa en el barrio de Vallecas. Él y Teo proseguían de juerga por distintos centros nocturnos de Madrid. Aunque no trabajaba en el Bar, su presencia y la amistad con Modesto lo hacían parte del equipo. En noches de bronca, que aunque no abundaban ocurrían de vez en cuando por los excesos del alcohol, actuaba como un agente de seguridad. Más de una vez lo vi poner orden y batirse a puñetazos a favor de la casa. Aunque bebía mucho, jamás lo vi perder el control ni faltar al respeto. Solterón empedernido, sentía una atracción especial por Araceli, hermana de Modesto y mi compañera de labores detrás de la barra.
Teo se convirtió en uno de mis mejores clientes y amigo. Los meses pasaron y paso mi torpeza detrás de la barra. La paciencia y las enseñanzas de Araceli, fueron la clave en mi desarrollo laboral. Adquirí la habilidad, confianza y el conocimiento necesario para mantener aquel empleo por casi tres años, hasta mi salida hacia mi destino final, Estados Unidos.
La calidad de los mariscos y la dedicación de toda una familia, hacían de aquel sitio el lugar de mayor clientela en la zona. Los fines de semana eran agotadores. Atendíamos cientos de parroquianos que en unión de sus familias pasaban horas de esparcimiento, degustando exquisitos platos y bebiendo buen vino. Esos días de mucho trabajo, todos los hermanos ayudaban en el establecimiento. Las hermanas más pequeñas, Raquel y Amelia, eran enviadas a dar una mano. Se encargaban de tareas menores, como realizar los cobros en la caja. Fue allí donde conocí a Amelia, la hija menor de Don Fausto, el patriarca de los González, un hombre de carácter serio y firme por el cual todos sentíamos un enorme respeto.
 Amelia era una hermosa joven de mi edad. De tez blanca, ojos almendrados, cabellos negros y una sonrisa noble y diáfana. Su presencia me producía un sentimiento raro, un salto en el estómago. No tardé en descubrir que aquella sensación era un sentimiento y en encontrarle su justo nombre. No sé cómo pude reunir el valor para decirle lo que yo sentía. Conspiraban contra mí, muchas cosas, o al menos eso creía yo. El inmenso respeto o miedo a Don Fausto y a Modesto, la gran diferencia económica y social eran parte de mi lastre mental y complejo de inferioridad. Si todo lo anterior era poco, también conspiraba y competía Nico, un españolito recortado de estatura y regordete, cliente del Bar, que se moría por Amelia sin decírselo.

Comenzamos a salir a escondidas. Nos veíamos los miércoles, mi único día libre. Un férreo manto de secretismo cubría aquella relación pura, bella y juvenil. Nos queríamos como se quieren dos críos. Asistíamos al cine, al teatro y esporádicamente y gracias a la generosidad de Vicente Alcolea a una de las discotecas de mas nombre en el Madrid de aquella época, New Sunset. Un miércoles para olvidar fue aquel en que caminábamos por el centro de Madrid abrazados. Charlábamos animadamente y distraídos hasta que chocamos de frente con Teo. La Gran Vía se hundió bajo mis pies, la silueta de los edificios danzaban a nuestro alrededor, portales, vidrieras, ventanales, giraban en aquella centrifuga proyectando sombras sobre nuestros cuerpos. Los latidos del corazón se mudaron a mi cabeza y unido al de los coches que transitaban la ancha avenida, amenazaban con hacérmela estallar.
−Hola Amelia, hola Miguel - dijo Teo con el semblante contraído.
− Ho, ho, hola - respondí yo, tartamudeando y en un tono inaudible.
Eso fue todo lo que dijo, eso fue todo lo que dije. El, prosiguió su camino en sentido contrario. Yo me quede allí, mudo, como de piedra. Cuando me retorno el alma al cuerpo, ya Teo se había perdido entre los transeúntes.
− Espérame aquí por favor - le dije a Amelia, y salí a buscarlo.
Le di alcance a dos cuadras. Tratando recobrar el aliento y el valor le hablé.
− Teo, por favor, esto que usted ha visto aquí hoy, le ruego que quede entre nosotros.
Me miro, con la mirada dura, penetrante. Los segundos se me antojaron horas. Al fin habló.
− Miguel, yo soy un hombre y por lo que veo tu lo eres también.
Lentamente extendió su diestra, me estrecho la mano firmemente y se fue.
Amelia y yo proseguimos nuestro camino llenos de conjeturas y miedo. Pasaron los días, meses y los años, Teo no dijo ni una palabra. Nuestra relación se mantuvo secreta hasta mi partida hacia Estados Unidos. El arribo de las primeras cartas puso a la familia al tanto de los hechos. Mi promesa de regresar en un año, no se concretó. El tiempo y la distancia se encargaron de ponerle fin a nuestra relación.
Pasaron treinta y dos años. En el verano del 2005 regresé por primera vez a Madrid acompañado de mi familia. Me esperaban los hermanos González, con quienes había mantenido contacto durante mi larga ausencia. De los seis hermanos, solo faltaban, José Luis que vivía en Francia y Amelia que vivía en Londres.
Por mediación de Modesto contacte a Teo.
− ¿Donde estas Miguelillo? - me pregunto con alegría a través del teléfono.
− Camino a Las Ventas. Vamos a ver una corrida de toros.
− ¡Pues allá nos vemos hombre!
Modesto me lo señaló. Caminando encorvado entre los tendidos, asistido por un bastón. Los años y la vida se le notaban. El abrazo fue prolongado y efusivo. Me separó por unos segundos para volver a abrazarme y decirme, − ¡Miguel, estas hecho todo un tío!
Terminada la corrida, fuimos a cenar en El Botín. En la Plaza Mayor, nos quedamos rezagados del resto del grupo, charlando de mil cosas pendientes. Fue allí donde Teófilo Saguar me hizo la pregunta que probaría la solidez de su carácter y el valor de una amistad que ha perdurado por el resto de nuestras vidas.
− ¿Miguel, tú crees que ya le puedo decir a Modesto que te vi con Amelia?  

Con Teo en la Plaza Mayor. (2005)


Teo y yo, en el lobby del Hotel. (2005)