Friday, December 23, 2016

Sembrar frijoles.




Deje caer tres o cuatro granos en el fondo del surco, solo tres o cuatro granos, si dejas caer más y nacen muchas plantas se afecta la polinización. Con el pie derecho échele tierra encima y con el pie izquierdo termine de cubrirlos, de medio paso y repita la operación.

Aún recuerdo las precisas instrucciones de como sembrar frijoles, que me dio mi padre aquella luminosa mañana en la finca La Esperanza.

José Miguel Grillo Martin le imponía un enorme peso a sus órdenes al tratarme de usted. 
− ¿Entendió?
− Si, entendí − respondí y repetí verbal y físicamente la operación, para quitarme al profesor de encima.
− Cuando se acaben las semillas de la mochila, en aquel saco hay más − y señaló un enorme saco a la sombra de un almácigo. Y agregó.  −Yo sembraré al otro lado del campo de maíz y a las doce regresaré para almorzar.

El campo recién arado tenía aproximadamente una hectárea. El roció de la mañana brillaba sobre la fértil tierra colorada y comenzaba a evaporarse con los primeros rayos del sol. El primer surco me pareció un paseo, el segundo se me hizo más largo y en el tercero comenzó mi calvario. La mochila, o jolongo, una bolsa pequeña donde se cargaban las semillas, confeccionada de saco de yute, con una tira larga para colgarla del hombro, se me incrustaba en el cuello, produciéndome una incesante picazón. El Sol se había despegado del horizonte y sus rayos me producían las primeras gotas de sudor. Las botas se habían impregnado de la húmeda y pegajosa tierra colorada y pesaban una tonelada. Perdí la cuenta de las horas y los surcos. Levanté la mirada y miré al Sol por unos instantes, estaba alto, intenso, cuando bajé la mirada no vi surcos ni tierra, un danza de animales salvajes, como salidos de una película se movían a mi alrededor en un espejismo digno de un naufrago. En la lejanía, sobre el campo de maíz, divisé la figura difusa de mi padre, ágil, incansable, sembrando a la velocidad de una maquina. Recobré el aliento y no quise ser menos que él. Di medio paso y entre mis sudados y cansados dedos se me escaparon una, dos, tres, seis, ocho, un chorrito de negras semillas, con el pie derecho las cubrí y con el izquierdo termine la operación, medio paso y otro chorro de semillas, pie derecho, pie izquierdo y medio paso…

No recuerdo cuando ni que almorzamos. Más agobiante aún fue la faena de la tarde. El Sol me aperreaba la espalda y el sudor me ardía en los ojos. Maldije la hora en que me brinde para ayudar a mi padre. La mochila y las piernas pesaban más que la vergüenza y las instrucciones. Un chorro de semillas, pie derecho, izquierdo, medio paso, y al carajo. Solo pensaba en terminar y no regresar jamás a aquél campo. El viejo Grillo terminó su parcela, vino y me ayudó a terminar la mía. De regreso a lomo de caballo, oí a mi padre agradecerme el esfuerzo y la ayuda.


Una semana después mi nombre en el tono fuerte de su voz, hizo temblar los cimientos de la casa. Algo andaba mal, muy mal, y yo no sabía qué.  

−Vístase y venga conmigo inmediatamente.

Supe que nos encaminábamos hacia las parcelas de cultivo. Desde la altura del caballo, escapé mentalmente fijando la vista en el suelo, la yerba pasaba como una ondulante alfombra verde bajo nosotros. El viaje fue en total silencio, armonizado solo por los cascos del caballo sobre el suelo y los bellos sonidos naturales que emite el campo cubano. Algo andaba mal, muy mal y yo no sabía qué.

−Desmóntese. Hoy usted va a aprender que cuando yo le digo algo es por una razón.

Me desmonté del caballo y me quedé parado al borde del campo donde una semana antes había realizado mi primera siembra de frijoles. Las semillas habían germinado.  

− Cuente cuantas posturas hay en esos surcos.

Titubeé por unos segundos, intentando prolongar el desenlace final, pero la voz apremiante del viejo Miguel volvió a repetir.

 − Cuente cuantas posturas hay en esos surcos.

Comencé a contar, una, dos, tres… Seis, diez, doce… En algunos plantones conté hasta veinte posturas.

− ¿Recuerdas cuantas semilla te dije que sembraras?

− Si.

− ¿Cuántas?

− Tres o cuatro.

− ¡Bien! Pues ahora empiece por el primer surco, plantón por plantón, arranque con mucho cuidado el exceso de posturas y deje solo cuatro en cada grupo – lo dijo sin gritar, sin grandes aspavientos, con el poder de la razón y la palabra y se marchó.

Lo vi alejarse, cuando viejo y bestia eran un punto en la lejanía, o la miasma cosa en mi sentimiento, me dejé caer boca arriba entre dos surcos, miré al cielo, un desfile de presurosas nubes blancas sobre un profundo fondo azul parecían huir de mi tragedia. Tuve ganas de gritar, llorar, patear, pero me contuve, recordé las instrucciones de mi Padre y supe que el único culpable había sido yo. Allí me pasé dos días consecutivos, en cuatro patas, gateando de surco en surco, eliminando las plantas sobrantes hasta dejar las cuatro requeridas.

Han pasado más de cincuenta años desde aquella luminosa mañana en la finca La Esperanza. ¡Más de medio siglo! Aun conservo el recuerdo, la lección aprendida y la costumbre de apartar uno a uno los granos del caldo en cada potaje de frijoles negros que me como.