Monday, February 5, 2018

El barbero.




Debió disuadirme el precio, ocho dólares por un corte de pelo. O el alarido que dio la puerta, como si en vez de empujarla la hubiese apuñalado, ahogando con el chillido el sonoro concierto de un rosario de pequeñas campanas colocadas en forma de sonajero en el umbral para avisar la llegada del visitante.

La decoración interior daba fe del viejo letrero colgado a la entrada: “Barber Shop”(established in 1928). Dos antiguos sillones de pedestal y brazos de porcelana, un enorme espejo opaco y manchado por el amarillo del tiempo y las paredes tapizadas con fotos de John Wayne, Johnny Cash y Elvis Presley. Un aparato de aire acondicionado de pared, más que enfriar trituraba el aire, aire de olor antiguo. Tiene que haber sido el letrero lo que finalmente me inspiró confianza. Enorme letrero, de pared a pared, en el que se leía, “En Dios nConfiamos” “In God we trust”. O quizás fue el anciano de sonrisa diáfana que se incorporó lentamente del asiento para recibirme con un sureño “!Hola buenos días señor!”, “howdy good morning Sir! Titubee unos segundos, pero ya el barbero, de tres toallasos, había sacudido el polvo del sillón y cortésmente me indicaba con un, -siéntese por favor. -Y me senté.

Tres días llevaba Mimol diciéndome que necesitaba pelarme.

-¿Como quiere que le corte el pelo?

-Un poquitín corto atrás y en los costados. Largo arriba. Arriba solo emparejarlo.

-¡Muy bien!- contestó mi nuevo barber.

Aún no sé para qué preguntó. Me colocó un delantal de tela ajustado el cuello y una enorme y ruidosa maquina marca Oster de tusar caballos en la nuca y la saco por la frente dejándome en el centro del cráneo una franja similar a la que produce un meteorito al impactar un campo sembrado de maíz. Mientras me tusaba, pelar es otra cosa, me habló de su vida, con la avidez de alguien que no ha sostenido un diálogo por mucho tiempo. Me habló de Elizabeth, su compañera de seis décadas, fallecida el verano del 2016. De la soledad, de sus hijos lejanos y ausentes. De su participación en la guerra de Corea y me mostró colgadas en la pared, las desteñidas fotos en blanco y negro donde lucia muy joven y vestido de fatiga. Con una brocha corta y redonda de cabo de nácar, como las que usaba mi padre, me embadurnó con espuma tibia desde las patillas, pasando por detrás de las orejas, hasta la nuca. En una larga tira de cuero crudo, asentó una navaja. Jamás me he quedado tan quieto. Con el temblor de sus manos bastaba para morir degollado. Con increíble habilidad me dio los cortes, mientras yo con mirada de ruego leía el viejo letrero y repetía interiormente, -in God we trust, in God we trust-. Con una manguera de aire a presión, capaz de arrancar de cuajo una oreja, me sopló los residuos de cabello cortado.

-¡Listo, quedó usted nuevo! - me dijo con la misma sonrisa que me recibió, y añadió, - Son solo siete dólares, los viernes tengo un precio especial.

 




No quise mirarme en el espejo, la falta de cabello me hacía sentir la cabeza extremadamente fresca. Le pagué y le di una buena propina. Antes que el alarido de la puerta y el concierto de campanitas me despidieran, le pregunté donde vendían sombreros por allí.

-A media cuadra, pregunta por Bob, dile que vas de parte mía.- me dijo.

A media cuadra divisé la tienda. De un anaquel escogí un Stetson gris, de cowboy, de mi medida. No fue necesario decir quién me enviaba.

-¿¡Te peló y te envío Marcus!?- me preguntó con tono de admiración Bob.
Amigos, llevo una semana con sombrero. Hace mucho no me veía el mapa de cicatrices en mí cabeza, cicatrices que me recuerdan las batallas a pedradas que sostuve de muchacho en el central Mercedes, y los apresurados cruces de cercas de alambre de púas en los potreros de la finca La Esperanza. Marcus me los ha recordado.

Creo que volveré a pelarme con él. Por siete dólares y una respetable y honorable historia vale la pena. Además ya tengo sombrero.