La mala memoria juega un importante papel en
el quehacer diario, en algunos casos este desacierto mental repercute
profundamente en la historia. Si buscamos hoy su definición en la red, encontramos
lo siguiente: “La memoria (vocablo que deriva del latín memoria)
es una facultad que le permite al ser humano retener y recordar hechos pasados”.
“La palabra también permite denominar al recuerdo que se hace o al aviso
que se da de algo que ya ha ocurrido, y a la exposición de hechos, datos o
motivos que se refieren a una cuestión determinada”. “Por otra parte, la
memoria es una disertación escrita o un estudio sobre alguna materia”. “Otro de sus significados hace referencia a
la vinculación de gastos realizados en una dependencia u operación
comercial”.
La descripción no puede ser más acertada. Los cubanos en
particular le debemos muchas tribulaciones a la poca, a la falta, o a la mala memoria. Podemos
atestiguar que la mala memoria es la causante de muchos males que hemos
padecido en los últimos 60 años. Un insignificante hecho de mala memoria
termino teniendo una dramática repercusión en la historia cubana. El hecho
estuvo vinculado a gastos realizados en una dependencia y a una operación
comercial. Para ser más exactos, el
hecho ocurrió en Santiago de Cuba, el sábado 6 de noviembre de 1925, en horas de
la mañana.
Don Fausto Zaldívar era propietario de unos almacenes de
víveres en la ciudad de Santiago de Cuba. Vendía una gran variedad de productos
al por mayor a dueños de bodegas, cafeterías, restaurantes, hoteles y
farmacias. Su oferta era variada, incluía: arroz, frijoles, azúcar, sal, insumos
para la alimentación de ganado, fertilizante y todo tipo de medicamentos. Era
una especie de Sam Walton, y su almacén un Walmart criollo. Hombre
de memoria prodigiosa, recordó aquel hecho hasta el día de su muerte.
Uno de sus muchos
clientes era un gallego emprendedor y serio nombrado Ángel Castro, hombre de
pocas palabras, buena paga, propietario de una finca en Biran. Ángel realizaba
una considerable compra el primer sábado de cada mes para surtir una pequeña
bodega que poseía en Biran y para consumo en su hogar.
Ángel le recitaba al
joven despachador una larga lista de productos que necesitaba, este la anotaba en una
libreta. Mientras el dependiente preparaba el embarque, el cliente proseguía a
efectuar otras diligencias en la ciudad. Pero aquel primer sábado de noviembre
de 1925 al cliente de Biran le falló la memoria. ¡Qué pena! Si Ángel, te
olvidaste de incluir en la lista la habitual caja de condones. Y el muchacho
despachador, respetuoso y apenado, víctima del tabú de aquella época, no se
atrevió a recordártela.
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