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La yegua Capuchina. Mis primas Isabel, Mercy y yo. |
Prólogo.
Para
que una novela o un cuento sea un éxito en estos tiempos en que vivimos, son
necesarios tres factores de contenido: sexo, violencia y dinero. La novela
“Cincuenta Sombras de Gris” (Fifthy Shades of Grey) de E L James, es un
contundente ejemplo. Al principio creí que este relato tenia los factores
necesarios para lograr algún éxito, hasta que descubrí que le faltaba uno, el
dinero, y es que, por ser una historia real, el autor se ciñe a los hechos
ocurridos y este drama ocurrió en Cuba, en la década del sesenta, bajo los
efectos de una pobreza igualitaria impuesta por un capricho político.
El
prólogo no debe nunca desalentar al lector, debe prepararlo, engancharlo,
entusiasmarlo en la lectura. Desprovisto de pretensiones, con la verdad como
escudo, me veo en la obligación de informarles a mis escasos lectores que si
leer sobre sexo y violencia los ofende es momento de abandonar la lectura. El
autor nació y creció en el campo cubano, y para un guajirito cubano el sexo es
una constante, lo vemos a diario. En nuestro derredor copulan los insectos,
lagartijas, aves y claro, cuadrúpedos como los caballos. Además, si leer sobre
dinero los entusiasma, es sin lugar a dudas tiempo de retirarse. Si usted posee
estas características como lector y sigue leyendo, seguramente terminará
ofendido y desanimado. La falta de dinero es notable, no sólo en el relato,
también lo es en el prólogo, que por falta de él tuvo que ser escrito por el
propio autor, o sea yo.
Miguel
Grillo Morales
Miramar,
FL. 17 de abril de 2017
El
encuentro.
Lo
vi en la distancia, la soga que lo ataba lucia tensa como la cuerda de una
guitarra. Sus relinchos se esparcían por la pradera, viajaban peinando la yerba
y rebotaban en los frondosos cañaverales regresando convertidos en un
penetrante eco. Era el caballo de Pichilín, un penco falto de cuidado y dudosa ascendencia
que galopaba desesperadamente, dibujando con las patas sobre la verde
superficie la mayor circunferencia que le permitía el largo de la soga, atada
en un extremo a su jaquimón y en el otro a la estaca de acero clavada en
la dura tierra colorada. Había olfateado mi cabalgadura, Capuchina, la yegua de
mi padre y mostraba toda la virilidad, intenciones y deseos de un semental
garañón. Capuchina, una yegua blanca, mora, torda, o como se le llame en
la región donde usted me lee, era un animal de paso fino o marchadora, tendría
unos 20 años, equivalente a sexagenaria en la escala humana. Tuve que tirar
fuerte de las riendas para enmendar su rumbo, pues se mostraba complacida, halagada
y deseosa de ir al llamado de amor. Me detuve y contemplé detenidamente la
escena, estábamos los tres solos en medio de la nada de la
finca Esperanza y Sumidero, rodeados únicamente de cañaverales, brisa y el
armonioso sonido que emite el campo cubano. Pensé acercarle la yegua y
satisfacer así las ansias de ambos y la curiosidad mía.
El
permiso.
−
Papi préstame la yegua – Le había dicho a mi padre esa mañana. Era la luminosa
mañana de un sábado espectacular. No existía mayor anhelo para un guajirito de
doce años como yo que mostrarme como jinete ante mis vecinitas y compañeritas
de colegio.
−
¿A dónde piensas ir?
−
A casa de Quiro y Victoria y al batey de La Esperanza – Visitar la casa de mis
tíos era motivo seguro de aprobación, por eso fue la primera visita que incluí
en la lista.
−
Bueno, vaya pero tenga mucho cuidado.
Acicalé
la montura tejana y los arreos y le di a la yegua un baño de reina. Regresando
de nuestro largo periplo gauchesco fue que nos topamos con el excitado caballo
de Pichilín.
¿Se
la echo o no se la echo? “That is the question”
Contemplé
por unos segundos el encabritado animal. Me pregunte ¿Se la echo o no se la
echo? Me excitaba la idea de observar el acto sexual, lo había visto antes y
sabía que era fuertísimo. No lo pensé dos veces, dirigí a Capuchina hacia el
círculo pasional. Según disminuía la distancia, crecía la fogosidad en el
garrapatoso Rocinante. Para evitar accidentes, a una distancia prudencial decidí
desmontarme y acercarle la yegua de cabestro, sin siquiera quitarle la montura.
No fue difícil la maniobra, la futura amante marchaba ilusionada hacia su
equina luna de miel y penetró resuelta el área de alcance del caballo. Mi padre
jamás había expuesto aquella yegua a caballo alguno, era inexperta, era
virgen.
Sexo
con violencia.
El
cortejo amoroso fue breve. Comenzó con olfateos y relinchos para pronto volverse
violento, traumatizante. El caballo giró bruscamente y le propino a la noble
yegua una descomunal andanada de patadas. Los estribos volaban por el aire, los
cascos quedaban marcados en la superficie de cuero de la montura y en la piel
de la blanca yegua. La furia del animal aumentaba por segundos, de la misma
manera aumentaba su libido. Su falo, colgándole entre las patas, semejaba una
quinta extremidad. Rodeaba a Capuchina y mordisqueándola repetía la agresión.
La yegua apenas se movía, sumisa, levantaba levemente la cola y dejaba escapar
unos chorritos de orina en forma intermitente. No puedo precisar cuándo yo pasé
de la excitación al miedo y del miedo al terror. La va a reventar, pensé y lo
repetí en voz alta. Intentar interponerme entre ellos para rescatarla era un
acto suicida. Después de tres ataques descomunales, la montó por la parte posterior,
tanteó con la punta del falo hasta encontrar la vulva y en un enérgico brinco
hacia adelante la penetró hasta donde dice “Made in caballolandia.” Lo primero
que oí fue el estallido de la pala de la montura, media luna de madera
revestida en cuero donde descansan las nalgas del jinete. El pecho del caballo
la aplastó totalmente y la madera interior sonó como un tiro de escopeta al
quebrarse bajo el peso del animal. Para sostenerse en posición de monta, la
mordió repetidas veces en el cuello, dejándole unos círculos desprovistos de
pelo y en carne viva. Todo lo que le introdujo en forma de miembro viril, le
salió a la yegua en forma de largo resoplido, semejante al sonido de un
acordeón desinflado. Los ojos de Capuchina parecían salírsele de sus órbitas,
los orificios nasales se le expandieron, el agudo rechinar de sus dientes me
dio escalofríos. Después de unos minutos el caballo fue dejándose caer
lentamente, desgarrando con su peso algunos componentes de cuero de la montura.
Al desmontarla, la punta del falo semejaba un inmenso platillo, que
inexplicablemente no desgarró el interior de la yegua. Satisfecha su lujuria,
el caballo se puso a pastar tranquilamente mientras se le reducía aquella
inmensa protuberancia. Intente alejar de allí a Capuchina, pero ésta se
encontraba en un estado de trance mental, las cuatro patas juntas, el lomo
encorvado, la cola a media asta, su órgano genital realizaba unas convulsiones
como muecas, mientras expulsaba una sustancia sanguinolenta y viscosa. Tuve que
tirar fuertemente de las bridas para que Capuchina diera los primeros y
vacilantes pasos. Golpeada, adolorida, entumecida, logre sacarla del alcance
del caballo que mostraba signos de recuperación y venia a por otra sesión.
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Casa y establo.
Evaluación
de daños y regreso.
Los
afectos del combate amoroso eran visibles en yegua y montura. Dos despellejadas
mordidas en los costados del pescuezo, un rosario de cascos marcados por todas
partes. Eran más de cincuenta sombras, violáceas, ennegrecidas, ensangrentadas.
La montura, ¡ay la montura!, los estribos destrozados, desfondados, el fuste
partido en el asiento, el cuero desgarrado y… y entonces me acordé de
mi padre. La yegua había perdido su virginidad yo seguramente perdería la vida.
El regreso fue largo, lento e interminable. A medida que nos acercábamos a
casa, mi corazón amenazaba con salírseme del pecho. Necesitaba una excusa, una
buena historia para librarme de la severidad del viejo Grillo. Casi llegando a
casa se me ocurrió la magnífica idea que me salvaría. Elaboré y repetí mil
veces la historia en mi atribulada cabeza. Me dirigí hasta el cobertizo,
edificación que servía de garaje para el tractor, establo y cuarto de monturas.
Desensillé la magullada yegua, puse la montura en su puesto, no sin antes hacer
un intento de reparación para que luciera lo menos destrozada posible. Bañé a
Capuchina y la maquillé lo mejor que puede. No existía forma de ocultar los
daños, era necesario enfrentar la situación. Salí hacia la casa en busca de mi
padre. Los escasos ciento veinte metros que separaban el establo de la casa me
perecieron interminables kilómetros. Era el largo y tortuoso sendero hacia el
patíbulo.
−
¿Dónde está Papi? – le pregunté a mi madre lo más pausado posible. Hacerla partícipe
de aquel asunto era añadir una cuota de drama innecesaria.
−
Tu padre se está bañando. −contestó y continuó preparando el almuerzo. Me dirigí al baño y en
efecto allí estaba mi padre, recién bañado y vestido con ropa de estar en casa,
peinándose frente al espejo.
−
Papi, tengo que hablar contigo. − La seriedad y la gravedad de mi voz lo puso
en alerta.
−
¿Qué pasó hijo? − contestó visiblemente preocupado saliendo del cuarto de baño.
−
Quiero que lo veas por ti mismo, ven conmigo por favor. – dije y salí rumbo al
establo.
−
El almuerzo está listo. –Murmuró mi madre al vernos pasar.
No
hablé absolutamente nada durante el corto trayecto, sólo escuchaba un enorme
zumbido dentro de mi cabeza y los pasos de mi padre siguiéndome a escasa
distancia.
−
Mira esto. –le dije, abriendo la enorme puerta de madera y mostrándole las dos
víctimas.
−
Pero ¿qué paso aquí? − El vozarrón del viejo Miguel estremeció la edificación
de madera y techo de zinc, saco a Capuchina de un soñoliento letargo y me
indujo un asfixiante sentimiento de terror.
Defensa
y…
−
Me, me, me, me – intente responder, pero sólo lograba articular sílabas. Mi
padre le puso rápidamente fin a mi titubeo verbal.
−
Dime que pasó Migue. − Esta vez su expresión denotaba una completa ausencia de
paciencia.
−Me,
me, me, me desmonté en casa de Tite Morera, no, no, no amaré bien la yegua, se
soltó y se fue hasta la sabana donde estaba amarado el caballo de Pichilín.
Traté de pararla pero no pude. –lo dije con un poco de tartamudeo, pero como si
estuviese viendo el hecho, convencido, seguro y resuelto.
−
¿Y qué pasó, el caballo la montó?
−
Si, la montó Papi, la montó. –contesté, acusando al caballo, como si toda la
culpa fuese exclusivamente del animal. Sentí un enorme alivio. Habíamos llegado
al punto supremo del interrogatorio. De cierta manera me sentí liberado,
confeso, todo estaba dicho, o al menos eso creía yo. Mi padre analizó
minuciosamente la montura y la yegua. Cada detalle, cada huella al estilo
Sherlock Holmes. Revisó la montura con precisión de talabartero. Un par de
piezas de cuero que yo había intentado poner en su lugar quedaron sueltas entre
sus manos. Pasó su mano sobre la piel del animal, la acarició suavemente. Por
un momento creí que sostenía un diálogo con el depauperado animal y que ésta le
contaba toda la verdad. Dió un largo rodeo, fue de nuevo de la montura a la
yegua, de la yegua a la montura, hasta pararse allí justo delante de mí,
corpulento, erguido en toda su estatura, serio como pocas veces yo lo había
visto.
−Oiga
bien lo que le voy a preguntar. Recuerde lo que siempre le he dicho, la verdad
siempre, la verdad sobre todas las cosas. Piense bien la respuesta.
El
trato de usted le imponía un peso insoportable al interrogatorio. Yo lo veía
agigantado desde mi diminuto plano. La punta de su dedo índice, grande y redondo,
apuntándome a la nariz como un cañón.
−
Oiga bien y conteste, ¿Se le escapó o usted se la echó?
Confesión.
De pronto me encontré con la garganta
completamente seca. Fui a tragar y la ausencia de saliva me provocó una
tosecita áspera y aguda. Intenté respirar y descubrí que en aquel
lugar, igual que en la superficie lunar, no había oxígeno. Quise hablar y
no lograba articular palabra. Oír si oía, la voz de mi padre en off,
obstaculizada por un enorme zumbido que amenazaba con hacerme estallar los
tímpanos.
− ¿Se
le escapó, o usted se la echó? –repitió con energía el fiscal general de la
Republica Grillo.
Haciendo
un esfuerzo sobrehumano logré contestar. Lo que me salió como respuesta fue el
chillido más fino y escalofriante que ser humano haya emitido jamás. Una
vocecita como un pito que dejó a mi padre perplejo…
−
Yo se la eché Papi…
Y
me quedé allí, rígido como una tabla, esperando lo peor. Entre una cortina
de lágrimas lo vi levantar la cabeza y mirar al techo por unos segundos. Bajó
la cabeza lentamente, respiró profundo pues para él si había oxígeno. Se llevó
las manos a la cintura, para luego poner su inmensa diestra sobre mi hombro. Y
sucedió el milagro. Una de las tantas reacciones ejemplarizantes que convirtió
a mi padre en mi mentor, mi héroe, mi mejor amigo.
Su
voz volvió a inundar el recinto, esta vez serena, calmada.
−
Mire muchacho carajo, pídale a Dios que la yegua no se preñe de ese penco de
mierda. Y ahora vamos, tu madre está esperándonos y se nos enfría el
almuerzo.
Fin.
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