El encuentro.
Son las doce
del medio día. Conduzco mi auto por el
Palmetto Expressway. Voy camino a una reunión de negocios. A la altura de la
calle treinta y seis del noroeste el tráfico se detiene y comienza a avanzar en
tramos de diez metros. La senda por la que manejo parece moverse a mayor
velocidad y le doy alcance a un flamante Maserati Quattroporte negro, al
volante una atractiva rubia. Conducimos nuestros autos, uno al lado del otro, por
unos minutos nuestros destinos se unen rumbo sur. Yo freno y ella frena, yo
acelero y ella acelera. La observo con detenimiento, su cabellera rubia y bien peinada
le cae como una cascada sobre los hombros haciendo un divino contraste con la
chaqueta azul oscuro. Sus manos, cuidadas se
posan en el volante dejando ver en sus dedos y en las muñecas algunas finas
alhajas. Volvemos a detenernos, puerta con puerta. Bajo el cristal de la puerta
del pasajero, ella se percata y gira lentamente la cabeza y me mira, sonrío levemente
y me devuelve la sonrisa, con una señal de la mano la invito a que baje el
cristal de su ventanilla, se demora unos segundos pero lo hace. Y comienza el
dialogo.
El dialogo.
−
¡Que trafico! – le digo en ingles del bueno.
−
Si, terrible. –me contesta en ingles del mejor.
−
¡Hermoso tu auto!
−
Muchas gracias.
−
¿Cómo te llamas? –le pregunto con voz engolada.
−Cristina.
–me responde, levantándose los lentes de sol a la altura de la frente y asomado
dos ojos verdes como dos esmeraldas.
La muerte.
Cristina,
Cristina, Cristina, Cristina. –repito en voz baja, y en ese mismo momento
siento un fuerte dolor en el costado izquierdo del pecho, como si me
desgarraran las costillas. Es un infarto, pienso inmediatamente. Y sucederme ahora,
en éste preciso momento, manejando en este horrendo tráfico. Miro hacia
mi derecha y la rubia me contempla con cara de preocupación, casi de
espanto. Intento conducir el auto hacia la senda de emergencia, todo comienza a
ponerse oscuro, pierdo la visión por unos instantes. Veo escenas de mi vida, en
forma de película blanco y negro. Es el fin, es la muerte. Me rodea solo una agobiante
penumbra. No veo la mencionada luz al
final del túnel, solo unas aspas dando vueltas sobre mi cabeza. Imagino que es el
helicóptero de la Unidad de Rescate. Es posible que me salven. Vuelvo a sentir
el agudo dolor el costado izquierdo, tan fuerte que me corta la respiración.
Oigo una voz lejana y veo una sombra que se mueve a mi lado. Presto atención a
lo que dice, − ¿Quién, quién?− creo escuchar que me preguntan − ¿Quién?−
Supongo que son las preguntas de los socorristas o las del Juicio Final. Y de
nuevo regresa el dolor profundo, lacerante, me crujen las costillas. Logro
abrir un poco los ojos y… despierto. Las aspas dando vueltas son las de un ventilador
de techo. El dolor es el codo de Rebeca clavándoseme en mi costado y la voz es
la suya, que me pregunta, − ¿Quién? ¿Quién es Cristina Miguelito, quién es
Cristina?− Has repetido su nombre varias veces.
No
son las doce del mediodía, ni conduzco mi auto por el Palmetto. Son las cuatro
y media de la mañana. Estoy en perfecto estado de salud, en mi cuarto, incorporado
en mi cama y a mi lado Rebeca inquisidora repite, − ¿Quien es Cristina? Y yo le contesto,
–Cristina es una negra vieja del central Mercedes, con la que acabo de tener
una terrible pesadilla. Y me recuesto a mi almohada para pensar en Cristina, la
negra vieja, porque los buenos sueños hay que afianzarlos mentalmente.
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