Estimado Rafael
Hernández:
He leído con
mucho interés su “Carta a un joven que se va”. Me he sentido aludido, porque
hace dos años me marché de Cuba, tengo 28 años y vivo en Pomorie, una ciudad
balneario situada en el este de Bulgaria.
La razón por la
que le escribo es para intentar explicarle mi postura como joven cubano
emigrado. Sin solemnidades ni verdades absolutas, porque si algo me ha enseñado
dejar mi país, es descubrir que esas verdades no existen.
Puede que algunos
de los que nos hemos marchado en los últimos años (somos miles) tengan claro el
momento en que decidieron hacerlo. Yo no. Lo mío fue progresivo, casi sin darme
cuenta.
Empezaría con ese
recurso tan cubano que es la queja. Por nimiedades, tal vez. Por lo que no hay,
por lo que no llega, por lo que pasa, por lo que no pasa, por no saber. O no
poder. La queja no es grave, lo grave es que se cronifique como una enfermedad
cuando nada parece resolverse. Y uno puede aceptar que eso es así, y es tu país
para lo bueno y para lo malo, o pasar a la siguiente categoría, que es la
frustración. O sea, descubrir que la solución a la mayoría de los problemas no
está en tus manos. O no te permiten hacerlo. O aún más triste: no parece
importar.
Abandonar o
permanecer en tu país es una decisión muy personal que nunca debe juzgarse en
términos morales. Yo elegí este camino porque quería un futuro diferente al que
veía en Cuba, y salí a buscarlo consciente de que podía salir mal, pero quise
correr ese riesgo. No voy a mentirle diciendo que fue doloroso. No lloré en el
aeropuerto. Todo lo contrario, me alegré. Le digo más, me liberé
Tiene usted razón
cuando dice que mi generación carece de esos lazos emocionales que generan
experiencias como Playa Girón, la Crisis de Octubre o la guerra de Angola.
Pero no se
equivoque, yo también he tenido mis epopeyas. A lo mejor no tan épicas, pero sí
igual de demoledoras. En estos veintidós años que menciona, he visto degradarse
el país por el tanto lucharon mis padres.
He visto marchar
a mis maestros de primaria y secundaria. He visto a familias discutir por el
derecho a comerse un pan. He visto el malecón lleno de gente nerviosa gritando
contra el gobierno, y gente aún más nerviosa gritando a su favor.
He visto a
jóvenes construyendo balsas para huir quién sabe a dónde, y a una turba
lanzando mierda de gato contra la casa de un “traidor”.
Incluso, Rafael,
he visto a un perro comiéndose a otro perro en la esquina habanera de 27 y F. Y
también he visto a mi padre, que sí estuvo en Angola, con el rostro pálido, sin
respuestas, el día que un custodio de hotel le dijo que no podía seguir
caminando por una playa de Jibacoa (frente al camping internacional) por ser
cubano.
Yo estaba con él.
Yo lo vi. Tenía diez años, y un niño de diez años no olvida cómo la dignidad de
su padre se va a la mierda. Aunque haya vuelto de una guerra con tres medallas.
Me habla usted de
las conquistas sociales de la Revolución. De la educación y la medicina. Voy a
hablarle de mi educación. Tuve buenos maestros, y cuando se marcharon fueron
sustituidos por otros menos preparados que, a su vez, fueron reemplazados por
trabajadores sociales que escribían experiencia con S y eran incapaces de
señalar en un mapa cinco capitales de Latinonamérica (esto no me lo contaron,
lo viví)
Mis padres
tuvieron que contratar maestros privados para que yo aprendiera de verdad. No
lo pagaban ellos sino una tía mía radicada en Toronto. De modo que si somos
honestos, buena parte de la formación que tengo se la debo a los clientes del
restaurante griego donde trabajaba mi tía.
Pero hay más. En
tiempos de mi hermana mayor era extremadamente raro que un alumno sacara una
nota de cien. En mi época el cien se volvió algo común, no porque los alumnos
fuésemos más brillantes sino porque los profesores bajaron sus exigencias para
maquillar el fracaso escolar.
¿Y sabe una cosa?
Yo tuve suerte, porque los que venían detrás de mí en vez de maestros tuvieron
un televisor.
De la medicina
poco tengo que decirle porque usted vive en Cuba. Y salvo el hecho de
mantenerse la gratuidad, cosas que admito sigue siendo meritoria, el estado de
los hospitales, la precariedad de unos médicos mal pagados y la creciente
corrupción empujan cada vez más al sistema de salud hacia ese tercer mundo del
que tanto hizo por alejarse.
Y lo cierto es
que, hoy en día, un cubano que maneje divisas tiene más posibilidades de
recibir un tratamiento mejor (haciendo regalos o incluso pagando) que uno que
no lo tenga, aunque sea de forma ilegal. Y aunque la constitución diga otra
cosa.
Por triste que
resulte admitirlo, Rafael, la educación y la medicina de la que disponen los
cubanos de hoy es peor que la que disfrutaron mis padres.
Usted dice que el
país hace un gran esfuerzo, que existe un embargo. Y yo le respondo que también
existe un gobierno que lleva cincuenta años tomando decisiones en nombre de
todos los cubanos.
Y si estamos en
el punto en el que estamos, lo más sano es que admitiera que no ha sabido, o no
ha podido, o no ha querido hacer las cosas de otra forma.
Por la razones
que sea. Porque el fracaso también está cargado de razones. Y en vez de
atrincherarse con sus figuras históricas en el Consejo de Estado, debería dar
paso a los que vienen detrás.
Rafael, es muy
frustrante para un joven de mi edad ver que en Cuba llevamos 50 años sin que se
produzca un relevo generacional porque el gobierno no lo ha permitido. Y no
hablo de que me den el poder a mí, que tengo 28 años.
Hablo de los
cubanos que tienen 40, 50 o incluso 60 años y no han tenido nunca la
posibilidad de decidir. Porque las personas que hoy en día tienen esas edades y
ocupan puestos de responsabilidad en Cuba no han sido formados para tomar
decisiones, sino para aprobarlas.
No son
dirigentes, son funcionarios. Y ahí incluyo desde ministros hasta los delegados
de la asamblea nacional. Son parte de un sistema vertical que no da margen para
que ejerzan la autonomía que les corresponde.
Todo se consulta.
Y contrario a lo que dice el refrán: en vez de pedir perdón, todos prefieren
pedir permiso.
Dice usted que en
mi país se puede votar y ser elegido para cargos desde los 16 años. Y que la
presencia de jóvenes delegados ha bajado desde los años 80 hasta ahora. Incluso
me advierte que si seguimos marchándonos, habrá menos jóvenes votando y por
tanto menos elegibles.
Y yo le pregunto:
¿De qué sirve mi voto? ¿Qué puedo yo cambiar? ¿Qué han hecho los delegados de
la asamblea nacional para que me interese por ellos?
Seamos sinceros,
Rafael, y creo que usted lo es en su carta, así que yo también quiero serlo en
la mía, ambos sabemos que la asamblea nacional, tal y como está concebida, solo
sirve para aprobar leyes por unanimidad.
Resulta
paradójico llamarle asamblea a una institución que se reúne una semana al año.
Tres o cuatro días en verano y tres o cuatro días en diciembre. Y en esos días
se limita a aprobar los mandatos del Consejo de Estado y de su Presidente, que
es quien decide lo que se hace o no se hace en el país.
Lamentablemente,
yo no puedo votar a ese presidente. Y no sabe cuánto me gustaría hacerlo.
Hace unos días
escuché a Ricardo Alarcón confesarle a un periodista español que él no cree en
la democracia occidental “porque los ciudadanos solo son libres el día que
votan, el resto del tiempo los partidos hacen lo que quieren...”
Aunque fuera así,
que no lo es (al menos no siempre, y no en todas las democracias), estaría
reconociendo que desde que yo nací, en 1984, los electores en Estados Unidos,
por ejemplo, ha tenido siete días de libertad (uno cada cuatro años) para
cambiar a su presidente. Algunas veces lo han hecho para bien, y otras para
mal. Pero esa es otra historia.
Un joven de New
Jersey que tenga mi edad ya ha tenido dos días de libertad para, por ejemplo,
echar a los republicanos de Bush y nombrar a Obama.
Los cubanos no
hemos podido tomar una decisión así desde 1948 (no incluyo las elecciones de
Batista, por supuesto).
Y si usted me
dice que la capacidad de nombrar a un presidente no es relevante para un país
yo le digo que sí lo es. Y más para un joven que necesita sentir que se le toma
en cuenta. Aunque solo sea por un día.
Usted
probablemente piensa que los que nos marchamos elegimos el camino más fácil,
que lo duro es quedarse a resolver los problemas.
Pero le tengo que
decir que mis abuelos y mis padres se quedaron en Cuba para pelearse con esos
problemas. Renunciaron a muchas cosas por la Revolución y hasta se jugaron la
vida por ella. Para darme un país avanzado, equitativo, progresista. Y el que
me han dado es uno en el que la gente celebra poder comprar un carro y vender
su casa como si fuera una conquista.
Pero eso no es
una conquista, es recuperar un derecho que ya teníamos antes de la Revolución.
¿A eso hemos
llegado? ¿A celebrar como un éxito algo tan básico? ¿Cuántas otras cosas
básicas habremos perdido en estos años?
Para mis padres
es doloroso asumir ese fracaso, y no lo quieren para mí. No quieren que con 55
años tenga un sueldo que no me alcance para vivir, ni el sueldo ni la libreta
Porque no
alcanza. Y no quieren que para sobrevivir acuda al mercado negro, a la
corrupción, a la doble moral, a fingir.
Prefieren que
esté lejos. A los 28 años yo me he convertido en la seguridad social de mis
padres, ¿O cómo cree que sobreviven dos personas con 650 pesos?
Sí, Rafael, hemos
tenido que irnos cientos de miles de cubanos para que nuestro país no quiebre.
Lo que Cuba ingresa de nuestras remesas es superior, en valor neto, a casi
todas sus exportaciones. Eso sí, el país ha perdido juventud y talento, y en
vez de abrir un debate realista sobre cómo parar esa sangría, sigue anclado a
un inmovilismo ideológico que no es otra cosa que miedo al futuro.
¿Y qué hago yo en
un país cuyos gobernantes le tienen miedo al futuro...? ¿Esperar a que se
mueran...? ¿Esperar a que cambien las leyes por generosidad y no por
convicción? ¿Qué hago yo en un país que sigue premiando la incondicionalidad
política por encima del talento? ¿A qué puedo aspirar si no basta con lo que
soy y lo que hago...?
¿A convertirme un
cínico? ¿O me anima usted a que dé la cara y diga lo que pienso? Algunos
jóvenes de mi generación ya lo han hecho, ¿Y dónde están?
Recordemos a
Eliécer Ávila, un estudiante de la Universidad de Oriente que tuvo la valentía
de preguntarle a Ricardo Alarcón por qué los jóvenes cubanos no podíamos viajar
como cualquier otro, y fue represaliado por el sistema.
Él no tuvo la
culpa de que allí hubiera un cámara de la BBC , ni de la respuesta ridícula que
dio Alarcón (aquella barbaridad de que el cielo se llenaría de aviones que
chocarían entre ellos)
Hoy Eliécer vive
marginado por razones políticas. Y no es un terrorista ni un mercenario ni un
apátrida, es un joven humilde, mulato, universitario, que cometió el error de
ser honesto.
Que triste hacer
una revolución para terminar condenando a alguien por ser honesto. ¿Para eso
quiere usted que me quede, Rafael?
Dejar tu país y
tu familia no es un camino fácil. Ni la solución a nada, solo es un principio.
Te vas a otra cultura, tienes que aprender otro idioma, pasas momentos muy
malos.
Te sientes solo.
Pero al menos tienes el alivio de saber que con esfuerzo puedes conseguir
cosas.
Mi primer
invierno en Bulgaria fue muy duro, conseguí trabajo como transportista y pasé
cuatro meses subiendo y bajando lavadoras para ahorrar dinero y poder viajar a
Turquía. Una ilusión que tenía desde niño. Y viajé.
No tuve que pedir
un permiso de salida ni mi avión chocó con ninguno. Pude cumplir el sueño de
Eliécer. Y me alegro de haberlo hecho.
He conocido otras
realidades, he podido comparar. He descubierto que el mundo es infinitamente
imperfecto, y que los cubanos no somos el centro de nada.
Se nos admira por
algunas cosas igual que se nos aborrece por otras.
También he
descubierto que irme no ha cambiado mis convicciones de izquierda. Porque lo de
Cuba no es izquierda, Rafael. Póngale usted el nombre que quiera, pero no es
izquierda.
Yo estoy de parte
de aquellos que buscan el progreso social con igualdad de oportunidades y sin
exclusiones. Pienses como pienses. Sin sectarismo ni trincheras. Porque eso
solo sirve para enfrentar a la sociedad y sustituir verdades por dogmas.
Por último,
Rafael, la casualidad quiso que terminara en un país que también estuvo
gobernado por un partido y una ideología única. Aquí no hubo revolución de
terciopelo como en Checoslovaquia, ni derribaron un muro como en Berlín ni
fusilaron un presidente como en Rumania. Aquí, como en Cuba, la gente no
conocía a sus disidentes.
Aquí no había
fisuras, y sin embargo, en una semana pasaron de ser un estado socialista a una
república parlamentaria. Y nadie protestó. Nadie se quejó.
No puedo evitar
preguntarme, ¿Acaso pasaron 40 años fingiendo? Desde entonces no han tenido un
camino de rosas, han enfrentado varias crisis, incluso la población ha llegado
a vivir con peor calidad de la que tenía en los años 80, pero curiosamente, la
inmensa mayoría de búlgaros no quiere volver atrás.
Y eso que el
socialismo que dejaron ellos era bastante más próspero que el que hoy tenemos
los cubanos. Pero en este país no piensan en el pasado, piensan en el presente.
En mejorar la economía, en resolver las desigualdades (que las hay, como en
Cuba), en combatir la doble moral, los personalismos y la corrupción que generó
el estado durante décadas.
El día que ese
presente importe en Cuba, no tenga duda, nos veremos en La Habana.
Iván López
Monreal
Pomorie,
Bulgaria.
10 de agosto
del 2012