Thursday, November 29, 2018

Mis treinta diamantes.




La demolición quedó completamente detenida cuando al remover la cobertura de yeso de la pared del viejo cuarto de desahogo descubrí sobre un travesaño la pequeña bolsita de terciopelo negra cubierta de polvo y telarañas. Al tomarla en las manos noté que no estaba vacía, dentro se podía palpar varios objetos, pequeños y de similar tamaño. Desaté la pequeña cuerda que mantenía la bolsa cerrada y sobre la palma de mi mano rodaron en un pequeño desfile una cantidad considerable de piedras transparentes y brillosas cortadas idénticamente.   ¡Son diamantes, son diamantes!  repetí varias veces mientras experimentaba un ahogo y una aceleración del ritmo cardiaco similar a un caballo en la recta final de una carrera. Los conté, eran treinta. ¿Cuál de los propietarios anteriores pudo esconder esto aquí? me pregunte. Tediosa o imposible tarea la de intentar averiguarlo. La idea de quedarme con el hallazgo superó la de intentar devolverlo.  

Remodelábamos una propiedad recién adquirida y el contenido de aquella bolsa tenia según mis primeros cálculos cuatro veces el valor de la inversión total. Estaba solo en la obra, no corrí, no grité aunque ganas no me faltaron. Recordé aquella tarde en la finca Esperanza y Sumidero cuando siendo un niño encontré lo que creí entonces era el legendario tesoro de los Grillos y termino siendo el desentierro de los ahorros de mi padre. Calma Miguelito, calma me dije a mí y a mi conciencia.

Mientras pasaba la euforia medité sobre cómo había sido posible que a pesar de haber estado involucrados varios obreros en las actividades de remodelación a lo largo de seis meses haya sido precisamente a mí a quien le tocara descubrir el tesoro. No encontré otra respuesta. Así que terminé por achacárselo a lo que considero es una racha de buena suerte que me acompaña desde que Carmita me pario de pie. (De pie ella por locuras de la comadrona. Yo nací cabeza primero como casi todo el mundo)

Pasar el sábado y el domingo en silencio pero con la cara radiante de felicidad no fue fácil. Conocedor del delirio de las féminas por los diamantes no le dije nada a Mimol. El lunes, desperté sobresaltado a las tres y treinta y tres de la mañana, extendí la mano y palpé en la primera gaveta de mi mesita de noche la aterciopelada bolsa, con la punta de los dedos fui contando los escurridizos bulticos, 27, 28, 29, 30. Si, estaban todos, musite y me quedé dormido.


Largo y tedioso fue el viaje hasta el Seybold Bulding cuna del negocio de piedras finas en el “downtown” de Miami. En el negocio indicado toque el timbre y desde el mostrador apretaron un botón que liberó el cerrojo de la puerta. Entré y me presenté con nombre y apellidos. Por la pequeña apertura de una vidriera con doble cristal a prueba de balas introduje la bolsita. Del otro lado del grueso cristal un anciano judío de mirada apacible, largas, encanecidas trenzas y negra vestimenta, tomó la pequeña bolsa y esparció su contenido sobre un cristal. Con la punta del dedo índice las empujo para un lado y para el otro bajo una luz especial que las hacia brillar de una manera cegadora. Yo observaba la operación y mis ojos brillaban más que las treinta piedras. Una a una se llevaba las piedras entre sus dedos índice y pulgar muy cerca del ojo izquierdo y las observaba a través de un pequeño microscopio ajustado a la armadura de sus lentes. Las observaba detenidamente, luego emitía un sonido, hacia un gesto de aprobación, hacia un giro brusco con la cabeza retirando el pequeño microscopio de su campo visual, me miraba fijamente, sonreía y repetía la operación con la siguiente piedra. Treinta veces repitió el ritual, exacto, preciso. Las treinta veces yo involuntariamente detenía la respiración hasta que el gruñido, el gesto de aprobación y el brusco giro, unidos a la sonrisa me hacían inhalar oxígeno de nuevo cuando ya mi color era semejante al gris de un ahogado.

Entre resuello y resuello me repetía mentalmente en un estado de exaltación extrema, ¡Son diamantes, coño son diamantes! Sentí la presión sanguínea subir hasta enrojecerme las orejas. Temí por un momento caer fulminado por un sincope cardiaco y decidí respirar profundo y organizadamente, pero sin quitar la vista de mis piedras preciosas temeroso a que el octogenario mercader fuese a realizar un hábil cambio.

Cuando examino la numero treinta, no pude resistir la tentación, fue entonces que intentando guardar la compostura pregunte en un ingles rebuscado y cuidadoso.

Are they diamonds? ¿Son diamantes? 

Entonces escuche la respuesta en un español de acento hebreo que retumbo como un disparo de escopeta en aquel estrecho cuartito y que me hizo en unos minutos hacer un listado enorme de planes.

¡Sí!

Puedo estropear el relato, pero tengo que ser sincero con ustedes; me cagué.

Isaac o Isidoro, así se llamaba el experto, me devolvió en un curioso recipiente de cristal circular mis treinta piedras preciosas. Mis treinta diamantes.

Espere por favor, le voy a emitir la factura y el certificado. dijo, y se perdió en el fondo del recinto.  

Regresó, lo primero que me extendió fue la factura, cincuenta dólares que pagué en efectivo, reprimiendo los deseos de dejarle una cuantiosa propina. Lo segundo, una vez pagada la factura fue el certificado.

El certificado me temblaba en las manos. Devoré visualmente el contenido del papel. Lo primero que me saco los ojos de orbita fue el espacio donde se indica el valor; el espacio estaba atravesado por una raya negra horizontal.   A pesar de su experiencia no se atreve calcular el valor pensé. Entonces leí la sección donde se detalla el tipo de piedra. Sentí que todo el  Seybold Bulding y los demás adyacentes del centro de la ciudad de Miami me caían encima aplastándome. Allí en el certificado se podía leer con letras negras de imprenta la palabra que le daba significado a lo que yo momentos antes había entendido como un “SI”. Lo que el anciano hebreo me había contestado, lo que me había dicho en ingles era “Z” el símbolo de joyería que se utiliza entre los conocedores parta referirse a Zirconia. En el lugar donde estaba supuesto a señalar el valor aproximado prefirió trazar una raya horizontal negra, porque según me dijo el muy hijo de Israel, nosotros nos especializamos exclusivamente en diamantes.

¡Gracias! creo haber dicho balbuceante y me fui.       

Tuesday, November 27, 2018

Mirta en la distancia y el recuerdo.



 

A mi prima Mirta. Que aún vive perdida en el mismo callejón de la historia.
La divisamos en la distancia, caminaba rumbo a su casa por el callejón de la finca Esperanza y Sumidero, con una jaba colgada del brazo, dejando a su paso una leve nube de polvo que se desvanecía o se posaba sobre la superficie de tierra. Su frágil figura parecía levitar sobre el espejismo vaporoso que producen a lo lejos los rayos solares en las planicies secas. Regresaba de la tienda del pueblo, dónde había comprado la magra ración que le adjudicaban por la tarjeta de racionamiento.
 
Fue mi primo Oscar quien me la señaló. − Mira, mira, allá va Mirta. Oscar y yo regresábamos de la escuela a caballo como era de costumbre. Era el mes de Mayo y aquella tarde, antes de apagarse en los brazos de una luminosa noche de luna llena, se empecinaba en castigar con sus últimos rayos solares la existencia de todos los pobladores del central Mercedes y sus alrededores.
 
− ¿Migue, a que tú no te atreves a decirle sebingosa? − me dijo en forma de pregunta y reto Oscar. Mi primo solía ponerme a prueba. Algunas veces producto de un ataque de hijeputismo de los que padecía con peligrosa frecuencia. Yo jamás había escuchado la palabra, pero el peso de demostrarle mi valor al primo, que era una suerte de héroe para mí, me hizo contestarle rápido y resuelto, − yo sí se lo digo− y comencé a repetir la palabra mentalmente para no olvidarla mientras nuestra cabalgadura acortaba con su paso la distancia que nos separaba de Mirta.
 
Mirta Corredera era nuestra prima. A pesar de su juventud, era solo cinco años mayor que Oscar y diez años mayor que yo, lucia avejentada. Andaba desaliñada, con el cabello mal atendido y era extremadamente delgada. Caminaba encorvada y tenía la piel y las manos curtida por los avatares del campo. No sabía leer ni escribir pues sus padres nunca la enviaron a la escuela. Solo logró hacer sobre una hoja de papel unos trazos deformes y desorganizados que nada tenían que ver con letras, después todas las noches de los diez meses que alumbrada por un farol chino de ruidosa luz, Margarita Pereira intentó enseñarla a leer y escribir. Tenía etapas de profunda calma, días en los que, sentada en un taburete, con la mirada perdida en el potrerito de la viuda, se sumergía en un silencio sepulcral mirando el ganado pastar y conversando con los muertos y entonando canticos indescifrables. Cuando se sacudía de aquella modorra y regresaba al mundo de los vivos, era la que organizaba y lideraba las cacerías con tirapiedras, trampas para codornices o las cocinatas de semillas de marañón en improvisados fogones de piedra y pedazos de planchas de zink a escondidas de nuestros padres.
 
Mirta ayudaba a mi madre en los quehaceres del hogar, mis padres la querían mucho. Solo una vez se enojaron con ella, fue el día que me llevó a la arboleda del tío Pipe y nos dimos una hartada de mameyes Santo Domingo que me produjo un empache descomunal del que solo me salvó la vieja Antolina traída a mi casa para que me pasara la mano, una suerte de ritual, una estimulación al recorrido de los alimentos por los intestinos realizado al pasar las manos embarradas de aceite caliente haciendo presión sobre el abdomen acompañado de rezos. Yo jamás había tenido diferencias con Mirta, o más bien solo había tenido una, la vez que la llamé yegua vieja, por indicaciones de Oscar y la que estaba a punto de tener por indicaciones también de él.
 
Criollo, marchaba resuelto, con el entusiasmo que invade a los caballos cuando van camino de regreso a casa, donde saben que les espera comida y descanso. La distancia entre nuestra cabalgadura y la prima Mirta se fue acortando hasta que la alcanzamos. Para sorpresa mía, una vez junto a ella, Oscar comenzó lo que se puede catalogar como un dialogo entre sordos, gesticulaba aparatosamente y gritaba no dejándome oportunidad de decirle lo que momentos antes me había indicado que le dijera. El dialogo no tenía sentido, pero en realidad ningún dialogo con Mirta tenía mucho sentido. Dos veces dije la palabra indicada, pero las dos veces la voz de mi primo ahogo la mía, hasta que dirigiéndome a él le pregunte a gritos,
− ¿Chico, me vas a dejar que se lo diga o qué?
− ¿Decirme que? – preguntó la aludida, mirándonos desde la negrura de dos ojeras como el fondo de dos botellas de vino tinto.
− Sebingosa. – conteste yo sobre la voz de Oscar que le pedía que no me hiciera caso.
− ¿Qué tu dijiste?
− Sebingosa, sebingosa, eres una sebingosaaaaaaaaaaa. – grité a todo pulmón.
 
Mirta depositó con calma la percudida jaba en el suelo y se armó en pocos segundos con una considerable cantidad de piedras que abundaban en el camino. Yo al verla, me desmonté de Criollo e intente ponerme a salvo detrás de Oscar y el animal. Desde el caballo Oscar trataba de mediar, gesticulaba con ambas manos, comenzó pidiéndole que no me hiciera caso y rápidamente pasó a hacerle incongruentes ofertas que incluían ir a pescar o regalarle su tirapiedras. Pero la furia de la aludida era incontrolable. Los primeros proyectiles hicieron impacto en el animal y algunas en la fisionomía de mi primo. Oscar insistía en lograr la paz, pero a Mirta se le había colado el diablo en el cuerpo. Emitía un sonido gutural adornado con un rosario de improperios y disparaba andanada tras andanada de piedras con ambas manos. Yo seguía haciendo círculos parapetado tras Criollo, y comencé a ripostar el fuego enemigo con un picheo empedrado y constante. Oscar, atrapado en el fuego cruzado recibía impactos en su cuerpo. Fue una pedrada en el pecho propinada por Mirta la que hizo que mi trinchera de cuatro patas saliera espoleada a todo galope dejándome allí en el campo de batalla frente al Miura enloquecido. Intenté protegerme en la cuneta y desde allí continúe devolviendo el fuego. Nada detenía a mi adversaria. Recuerdo haber hecho blanco varias veces, pero ella seguía avanzando y no paraba de lanzar piedras. Sentí un dolor intenso en el brazo y otro en una pierna, resultado de dos certeras pedradas. No me quedó más alternativa que escapar atravesando la cerca de alambre de púas. Sentí el acero lacerándome la piel de la espalda, dejé mi camisita en ripios colgando de los alambres y me adentré en el potrero de Quiro. Corrí paralelo al callejón bajo una lluvia de piedras que la cerca no era capaz de detener, hasta que deje aquella loca detrás. Seguí corriendo hasta que alcance a Oscar que había detenido a Criollo a casi medio kilometro y analizaba los daños en su cuerpo y en el del caballo.
 
Me costó trabajo volver a cruzar la cerca para subir al camino. Jadeante, cojeando, con la piel de la espalda hecha jirones me acerqué a mis compañeros de viaje. Fue entonces que vi los hematomas que brotaban como violetas en todo el cuerpo de mi primo y algunas magulladuras en la piel de Criollo. Oscar estaba morado de piel y de ira. Se volvió hacia mí y me grito indignado.
 
− ¿Tú eres comemierda o qué? –
 
Al fin de un salto monto en Criollo y extendió el pie para que yo lo usara de estribo y subiera también.
 
Cabalgamos por la guardarraya camino a la casa del tío Quiro. Íbamos en total silencio, rodeados de verdes y ondulantes campos de caña de azúcar, acompañados por algún pequeño y esporádico remolino de corta duración que levantaba un espiral de tierra colorada y paja de caña para morir a escasos metros y con la misma espontaneidad que surgió. Hasta que una pregunta mía nos hizo reír a carcajadas.
 
− ¿Chico, ser sebingosa es tan malo?
 

Friday, August 31, 2018

El tesoro de los Grillos.


Botija

Jubiloso, jadeante y sudoroso, con la ropa embarrada de tierra negra, sosteniendo entre los mugrientos brazos y la barriga un enorme recipiente de cristal entré por la puerta de la cocina gritando,

− ¡Mami, mami encontré el tesoro, encontré el tesoro!−

Y en efecto, lo había encontrado, lo había logrado, había encontrado el famoso tesoro enterado en la finca de los Grillos.

 “La botija”* llamaban a un tesoro enterado aparentemente por mi abuelo y un hermano en algún lugar de los predios de la finca La Esperanza y Sumidero. Según la leyenda era la herencia de Diego Grillo un pariente que había sido pirata. Nadie sabía su localización exacta y todos los esfuerzos por encontrarla terminaban en rotundos fracasos. Y ahí estaba yo, con el tesoro entre las manos, lo había descubierto, había encontrado la famosa botija de la historia que desde pequeño había escuchado repetida a susurros entre mis mayores una y mil veces.


Horas antes lo había visto introducirse en una cueva cavada en el piso de tierra, entre la pared y una pila de madera que mi padre mantenía en el portal adosado al garaje del tractor y el cual usaba como carpintería. Me detuve a observarlo. Era un diminuto guayabito* de color gris que se movía con nerviosismo. Por curiosidad comencé a mover las maderas y a excavar la tierra siguiendo la trayectoria de la cueva. Cuando no pude seguir excavando con las manos busqué una pala. La cueva se extendía aproximadamente medio metro y ganaba profundidad. A cada palada crecía mi entusiasmo y crecía la montaña de tierra extraída de la excavación. La punta de la pala chocó con algo sólido, retiré un poco más de tierra y me arrodillé para limpiar con las manos el resto que quedaba sobre aquel objeto que se interponía a mi investigación. Era un montón de ladrillos de color rojo, cuidadosamente colocados uno al lado del otro, como se colocan los adoquines de una calle. Los fui levantando uno por uno, descansaban sobre una plancha de metal, tuve que extraer más tierra para poder despejar la plancha metálica en forma de esfera, era la tapa de un tanque. El corazón se me disparó a la par de la pericia arqueológica. De cabeza zambullido en aquel hoyo, con ayuda de la pala, logré levantar y retirar la tapa, un fuerte olor a aire antiguo me inundó el olfato, el tanque estaba lleno de sacos de yute, que rodeaban y servían de protección a un objeto central, los fui sacando con cuidado hasta que dejé al descubierto otra tapa de metal más pequeña, la tapa de un pomo de cristal de los que utilizaban en los mostradores de las bodegas como recipiente para caramelos. Con un esfuerzo extremo extraje el enorme y pesado recipiente, la tapa estaba herméticamente sellada y pintada de negro, a través del cristal divisé el contenido: varios rollos de billetes, cuidadosamente empacados, descansaban sobre un fondo lleno de relucientes monedas de distintos tamaños. El corazón se me agitó dentro del pecho y un escalofrío como corriente eléctrica recorrió mi sudoroso cuerpo. A duras penas pude cargar el botín, correr hasta la casa y entrar por la puerta de la cocina gritando a todo pulmón.
Mi casa.


-¡Mami, mami encontré el tesoro, encontré el tesoro!- La silueta de mi madre surgió del cuarto y vino hacia mí. Su rostro se fue transformando según se acercaba, en solo diez pasos pasó del asombro al espanto. En un desborde de alegría y orgullo le señalé mi hallazgo mientras le decía -¡mira, mira, encontré el tesoro de los Grillos! Mi madre dejó caer la escoba que sostenía en sus manos, el ruido del cabo de madera al chocar con el piso se escuchó regresar multiplicado en forma de eco desde todas las habitaciones, se llevó las manos a la cabeza y musitó, - Muchacho, tu padre te va a matar. - No solo me arrebató el tesoro de las manos, también me condenó a la incomunicación y a la penitencia de permanecer en mi cuarto en silencio hasta que llegase mi padre.

Estaba solo en mi habitación debatiéndome en un mar de conjeturas, cuando lo oí llegar. También los oí conversar en un diálogo a susurros que confirmó mis temores, − estos viejos me quieren dar la mala, se quieren quedar con mi tesoro − El vozarrón de mi padre estremeció la casa, − Migue, venga acá −. Salí del cuarto resuelto a pelear por lo que era mío. Sobre la mesa del comedor estaba el recipiente de cristal abierto y su contenido esparcido en grupos. − Siéntese ahí, que tenemos que hablar− dijo el viejo Miguel con tono grave y severo. Ah, ahora quieren repartirlo, seguro que a partes iguales. ¡Como saben estos viejos! pensé, pero no me atreví a decir nada. Me senté en la silla que me indicaba mi padre sin decir media palabra. − Mire mijo, esto que tú te acabas de encontrar no es el nombrado tesoro de los Grillos, esto lo enteré yo. − Fue lo primero que me aclaró, para proseguir dándome una explicación detallada mientras señalaba minuciosamente el inventario sobre la mesa.
− Esto, en moneda de curso legal, es el dinero de la última venta de ganado que yo realicé antes de la expropiación de la finca, lo conservo porque como nosotros nos vamos del país, han existido casos en los que el gobierno le exige a los que se van devolver el valor de un auto o alguna propiedad que hayan vendido previo a la salida. Esto que ves aquí son billetes de antes de la revolución, yo no cambié todo el dinero. Estos otros son dólares, que siempre tendrán valor pero es un delito poseerlos. Estas son monedas de plata de las de antes, de distintas denominaciones, la plata aumenta y tiene gran valor. Y esto es un revólver que escondí para que no me lo quitaran, cuando las armas fueron prohibidas. Migue, si se enteran que yo tengo esto voy a la cárcel. ¿Entiendes? −

− Si Papi, entiendo.− Conteste bajando la cabeza.

− Bueno, ahora usted tiene que prometerme que no dirá ni una palabra de esto a nadie. − Y enfatizó, “a nadie” extendiendo la mano para sellar aquel pacto de confianza con un estrechón de manos.

 
Citio del hallazgo.

Siete años después los tres protagonistas de aquel hecho, abordábamos un avión con destino a Madrid sin un centavo en los bolsillos. Así éramos obligados a salir los exiliados cubanos de nuestra patria. Han pasado cincuenta y cinco años desde aquel hallazgo, tiempo suficiente para poder contar la historia, revelar el secreto sin violar el acuerdo contraído con mis padres que ya no están.

Allí en el central Mercedes, (6 de Agosto) en los predios de lo que fue mi casa natal, en el patio de mi niñez, meticulosamente preservado, enterrado en algún rincón está el tesoro de mi padre. No sé el sitio exacto, él se encargó de reenterrarlo sin que yo me enterara donde. No sé el valor actual, pero me atrevo a calcular que sobrepasa con creces el salario anual de todos los vecinos que viven en aquel callejón convertido en barrio. Hoy, al igual que aquella tarde de agosto del 1963 renunció a la propiedad del tesoro.

 Vivo convencido que no existe mayor tesoro que el ejemplo que recibí de Carmita y Miguel y la enseñanza que cada cual debe lograr su propio tesoro sin envidiar ni codiciar el ajeno.

Ojalá alguien pueda encontrar el tesoro de mi padre. Me complacería saber que el ahorro y el esfuerzo del viejo Miguel sirven para que alguna o varias familias logren aliviar sus penurias.


* Guayabito. Ratón pequeño.

* Botija. Nombre dado a un recipiente de cristal o barro utilizado para embazar vino o agua.

Wednesday, August 1, 2018

Una pequeña quemadura.



−Mike line one Mike line one− Escuché a la recepcionista anunciar por los altoparlantes de la factoría. –Mike línea uno, Mike línea uno− Repitió insistentemente. Llegué hasta el teléfono más cercano y descolgué el auricular. −Hello− un tropel de voces se oía en el otro extremo de la línea. Mis hijos Alex y Michael discutían entre ellos a la misma vez que intentaban hablar conmigo. − ¿Qué pasa?− pregunté en tono enérgico, pero la diatriba continuaba. –Fue tu culpa− oía decir a uno. –La culpa es tuya− gritaba el otro.  Diez y ocho años tenían Alex y Michael respectivamente en aquel momento. – ¡Cállense y acaben de decirme que carajo está pasando!− tal fue el grito que se callaron. – Papi, estábamos jugando con unas “smoke bombs” (bombitas de humo) en la camioneta y el asiento se quemo un poquito.− la explicación me la daba Michael, mientras de fondo, escuchaba a Alex refunfuñar. Se referían a una camioneta Ford F100 de 1938 que yo tenía parqueada en casa y en proceso de restauración. Tragué en seco y pregunte, − ¿Le paso algo a ustedes?−  Un dúo enérgico, rotundo en forma de “NO” recibí como respuesta y me tranquilicé.
Y entonces vino la mejor parte.

− ¿De qué tamaño fue la quemadura?

− ¡Chiquitica!

− ¿Cómo la de un cigarrillo?

− No, más grande.

− ¿Un centavo?

−No, más grande.

− ¿Una peseta?

−No, más grande.− repetía el dúo de traviesos.

− ¿Cómo una moneda de un dólar?

− No, mas grande.

− ¿Cómo una bola de beisbol?

− No, más grande.

− ¿Cómo un plato?− pregunte perdiendo la paciencia y subiendo el tono.

− No, máaaaas grande. – y el alargamiento de la “a” me saco de quicio.  

− ¡Me cago en diez! ¿De qué tamaño es el jodido hueco?− grite a todo pulmón. Y entonces escuché la voz de Michael, pausada, en tono bajo pero grave decirme.

− Como un caldero papi.

− ¿Qué tipo de caldero muchacho?

− El que usa Pepe para freír los puercos.

Sunday, July 15, 2018

Donde ya no anidan las golondrinas.


Aún las recuerdo, aún las veo revolotear, aparentemente erráticas, y desordenadas, pegadas al recuerdo, a mi recuerdo, pegadas al techo del portal de La Comercial, la mayor bodega del central Mercedes, una suerte de centro comercial ubicado en la esquina de la intersección de las calle Real y la calle del Parque donde se podía comprar, ropa, zapatos, juguetes, víveres y hasta implementos agrícolas.
Parque del central Mercedes.
 

Llegaban en el mes de abril y se marchaban en agosto. En ese intervalo de tiempo se apareaban y construían sus nidos, obras de arte en forma de concha meticulosamente elaboradas en barro, adheridas a las esquinas o en los bordes de los ábacos de las columnas de estilo Jónico que sostenían el techo. La edificación que ocupaba La Comercial, o la bodega de Ramón, era una de sus favoritas. En el largo portal en forma de L que iba desde la carnicería hasta la barbería efectuaban su ritual cada año. Entraban en rápido vuelo desde la calle, descendiendo para sortear la solera y ascendiendo de pronto para volar casi pegadas al techo. En un brusco giro se posaban en sus nidos y desde abajo se podía escuchar el sonido que emitían las crías ávidas por ser alimentadas.
Nido de Golondrina.
 

Mientras Carmita, mi madre, hacía algunas compras en la tienda yo me extasiaba observando aquella actividad. A finales de agosto se marchaban, para regresar en abril del próximo año. Al igual que ellas un día yo también me marché. Me cuentan que todo comenzó con una gotera en el techo. La decidía, ese virus que ataca a lo que dicen que es de todos pero en realidad no es de nadie, hizo de la gotera un boquete por donde entró el agua y el sereno que pudrió vigas de madera hasta que aquel otrora bastión comercial se volvió inhabitable. Todo el techo se vino abajo, por años quedaron solo en pie las paredes y las columnas, hasta que fue necesario derrumbarlas.

Hoy allí, donde un día volaron y anidaron solo queda un solar yermo donde no vuelan ni anidan ni las golondrinas ni la esperanza.

Tuesday, July 3, 2018

El registro.



El jueves 29 de mayo de 1963 en horas de la tarde tocaron a la puerta de nuestra casa en la finca La Esperanza. Yo había regresado del colegio y me cambiaba de ropa cuando escuché la voz de mi madre y se me antojó nerviosa. – Sí, pueden pasar.− le escuché decir y salí del cuarto para ver qué pasaba, justo en el momento que cuatro hombres armados traspasaban el umbral de la puerta. Reconocí a dos vecinos del central Mercedes, Jesús Pino (Pinito) y Arnaldo Vega (Nate) los otros dos eran dos orientales miembros del Ejército Revolucionario. La razón de la inesperada visita era realizar un registro en nuestro hogar. Sin orden judicial, sin más derechos que el que les otorgaba el naciente totalitarismo gubernamental y el hecho que mi padre, José Miguel Grillo no era fidelista. Los dos soldados hicieron guardia, mientras Pinito y Nate viraron la casa patas arriba. No encontraron nada subversivo, nada incriminatorio. Solo encontraron el ajuar de boda de mi hermana y el acaparamiento que, conocedora de los tiempos que se avecinaban, mantenía Carmita. Fueron tan minuciosos, que llegaron a perforar el celofán de la tapa de una caja de talco, “porque allí se podían esconder balas.” Se llevaron dos cosas, un pantalón de montar a caballo de mi padre, porque era color caqui, el color que usaba el ejército de Batista, aun conociendo ambos que mi padre jamás perteneció al ejército y una escopeta de caza calibre 16 de dos cañones. Casi al final del registro se les unió otro vecino del central, Felipe Álvarez (Felipito). Ninguno de los dos artículos fueron jamás devueltos. Felipito se quedó con la escopeta gracias a la impunidad que disfrutaba por ser simpatizante y colaborador del régimen castrista.

Han pasado cincuenta y cinco años de aquel hecho que quedo grabado en la memoria del niño que fui. Si algo me satisface es haber logrado con esfuerzo recuperar replicas de muchas de las cosas que les fueron tan injustamente robadas a mi familia, a mi padre. Quizás por eso contemple hoy una finca ganadera, un ato de ganado Cebú, un tractor Ford del año 1953, un yugo de bueyes, o esta escopeta de dos cañones que acabo de recibir ayer, como trofeos. Todas en conjunto son un triunfo sobre la maldad y la injusticia.


No sé qué fue de la vida de Nate y de Pinito. Nunca les desee mal, nunca les desee la miseria que estoy seguro ayudaron a instaurar y también sufrieron. No lo hago porque sería deseársela también a muchos familiares y amigos que no se la merecen. Ellos tuvieron lo que tenían que tener, otros no. Felipito es otra historia. Dos cosas buenas hizo en su vida: una bellísima hija, la China compañera mía de la escuela primaria que admiré y con la que asistí muchas veces al cine del central, y morirse.

De una Remington a una W. & C. Scott & Son. (Diez años, una vida y una muerte.)




2 de julio de 1951. Finca La Vigía, Cuba.

 Introdujo una hoja de papel en blanco, le dio vueltas al rodillo hasta que el borde superior asomó sobre la línea de escritura, accionó la palanca hasta correr el carro dejando justamente dos centímetros y medio de margen y sus gruesos dedos presionaron las primeras teclas de la negra máquina Remington. El ruido del ta, ta, ta, ta, mecánico inundó la habitación, las letras inundaron la hoja de papel bajo un primer renglón donde se leía, The old man and the sea.

 

2 de julio de 1961. Ketchum, Idaho. USA.

 Introdujo dos cartuchos calibre doce en la recamaras de la negra W.& C. Scott & Son, afirmó la culata de madera sobre el piso, se introdujo el frío cañón en la boca, el dedo gordo del pie en el compartimento del gatillo y presionó suavemente. El estruendoso pum estremeció la casa y el olor a pólvora inundó la habitación. Tendido sobre la cama quedó el cuerpo. Hoy se cumplen 57 años del último día de la vida de Ernest Hemingway.

Wednesday, May 30, 2018

La muerte de Trujillo y de Fidel.


Auto donde viajaba Trujillo

Pasaron treinta y un años desde su llegada al poder, para que un día como hoy, un grupo de valientes dominicanos ajusticiaran al dictador Rafael Leónidas Trujillo. De once conjurados, cuatro, Antonio Imbert Barrera, Amado García Guerrero, Antonio de la Maza y Salvador Estrella Sadhalá realizaron la operación directamente, disparándole desde un auto en marcha al auto donde viajaba Trujillo hacia la Hacienda Fundación, acompañado solo por su chofer Zacarías de la Cruz. Eran aproximadamente las 10 PM del martes 30 de mayo de 1961. Comenzaba la década del sesenta y mientras los dominicanos hacían un colador el auto y el cuerpo de su dictador, los cubanos encumbrábamos al nuestro.

Pasaron cincuenta y siete años desde su llegada al poder en 1959 para que un grupo de cubanos, imagino que simpatizantes, no sabemos dónde, no sabemos cuándo, no sabemos cómo, levantaran el huesudo cadáver del dictador cubano y lo introdujeran en un horno hasta hacerlo cenizas. En una escueta nota transmitida por la televisión cubana, Raúl Castro anunció la muerte de su hermano Fidel Castro el 25 de noviembre de 2016 (2016-11-25) aproximadamente a las 10 PM. No sabemos cómo o de qué murió Fidel. Nadie muere de viejo, siempre existe una complicación. Quizás la desesperación de verse mermado de facultades lo hizo optar por el suicidio. Dos dictadores con métodos y finales muy distintos, pero dos dictadores al fin. 

Último viaje de Fidel.
Trujillo tomo las riendas del poder en 1930 cuando Republica Dominicana era prácticamente una aldea y dejó un país pobre pero en vías de desarrollo. Fidel tomó el poder de Cuba en 1959 un país rico y en pleno desarrollo y la dejó hundida en la pobreza y las deudas internacionales con sus ciudadanos completamente descapitalizados.  

Muchas veces he conducido por el Malecón recreando la ruta que recorriera aquella noche Trujillo y su chofer. He pasado frente de La Ciudad Ganadera y frente a la enorme fabrica Metaldom rumbo a San Cristóbal. Siempre me detengo en el Monumento a los Héroes del 30 de Mayo erigido sobre las rocas del litoral, justo en el sitio donde aquella noche se realizo el atentado. Es impresionante. La brisa del Mar Caribe acaricia al visitante y un fuerte olor a salitre inunda el ambiente. En una tarja, sobre los nombres de los dominicanos que participaron en la gesta se puede leer un pensamiento nada más y nada menos que de José Martí.

“Cuando se muere en brazos de la Patria agradecida, la muerte acaba, la prisión se rompe; empieza, al fin con el morir la vida.”

Modesto Díaz
Salvador Estrella Sadhalá
Antonio de la Maza
Amado García Guerrero
Manuel 'Tunti' Cáceres Michel
Juan Tomás Díaz
Roberto Pastoriza,
Luis Amiama Tió
Antonio Imbert Barrera
Pedro Livio Cedeño
Huáscar Tejeda
Add Monumento a los héroes del 30 de Mayo. caption


Ah pasado cincuenta y siete años de la muerte de Trujillo y uno y medio de la muerte de Fidel. A pesar de la diferencia en la forma en que murieron, a pesar de la diferencia de sus métodos para perpetrarse en el poder, a pesar de los miles de ciudadanos que en su momento lloraron sus muertes, seguro estoy que ninguno de los dos dictadores murieron en brazos de la Patria agradecida.










Monday, March 19, 2018

A Leonardo Padura.






Pensé titular este artículo, En defensa de Leonardo Padura, pero descubrí que su contenido distaba mucho de ser una defensa. ¿Por qué? Veamos. Primero quiero ser justo, quiero ser honesto, porque imparcial sé que no podré ser. Recientemente una comparecencia de Padura en el programa Otra vuelta a la tuerka (así con K) que conduce Pablo Iglesias ha generado cierto resquemor entre sus conciudadanos. Oí y leí los artículos y los comentarios. Algunos amigos me los enviaron privadamente, y quise corroborar por mi mismo de que se trataba. Tuve que ver la entrevista completa. De ahí proviene el cambio de titulo.

Empiezo por reconocer que Padura no necesita que yo lo defienda, prosigo por reiterar que si es cierto que en la entrevista expresa cosas con las que yo estoy totalmente en desacuerdo, comenzando con la entrevista misma, porque señores, le ronca el mango que Leonardo le conceda una entrevista al Pablo ese. Ah pero si lo pensamos bien, Padura está en todo su derecho, al menos yo no soy nadie para decirle con quien o con quien no sostener una entrevista. De la misma manera que nadie puede coartarme el derecho de decirle a Padura lo que siento y lo que creo.
 
Los titulares señalan, de manera crítica, sus opiniones sobre la guerra de Angola. Pero increíblemente no señalan sus declaraciones sobre muchas otras cosas. Su feliz niñez, su recuerdo de niño de un doctor negro y un barrendero blanco en su barrio, anécdota que desde mi punto de vista, desdice la propaganda fidelista sobre educación y otras cosas. Su mención del quinquenio gris, “decenio negro” le llamó y de cómo se censuró a Lezama Lima, Virgilio Piñera y tantos otros. De cómo los libros de Guillermo Cabrera Infante no se publicaban, de la represión contra los homosexuales. Habla de cómo la “planificación socialista” le tronchó su carrera periodística. De cómo hasta el 2011 un cubano no podía hospedarse en un hotel, comprar o vender un auto o una residencia.   

La entrevista es larga y tiene varias aristas. Cuando Pablo le dice, “te voy a preguntar pero es muy difícil concretar esta pregunta, ¿Cómo era el ambiente en Cuba para ser escritor y periodista en los años ochenta?” Padura le contesta, "Si a ti te parece que es difícil hacer la pregunta te podrás imaginar la respuesta como puede ser.” Más adelante confiesa su ignorancia hasta finales de los ochenta, debido a la censura del régimen, sobre Trosky y su asesino Ramón Mercader.  
 
Respecto al tema de la Guerra de Angola Padura dijo, “no se puede comparar con Vietnam porque no se puede comparar una derrota con una victoria” ahí creo tiene razón. Donde nuestro laureado escritor mete la pata es cuando afirma, “la cifra de muertos cubanos en Angola es ridículamente baja”. ¿Baja en qué sentido? Lamento mucho tener que aclararle al Señor de Mantilla que utilizando las cifras del gobierno cubano, Cuba con 9 millones de habitantes perdió 2,650 soldados en la guerra de Angola y Estados Unidos con 200 millones de habitantes perdió 58 mil soldados en la guerra de Vietnam. La caprichosa e irresponsable forma de Fidel Castro de alimentar su ego y de pagar la ayuda recibida de la Unión Soviética hacen que la pequeña nación caribeña perdiese más hombres porcentualmente (soldados/habitantes) en Angola, que los Estados Unidos en Vietnam. Cuba 294.44 soldados por cada millón de habitantes. Estados Unidos 290 soldados por cada millón de habitantes”. Ya ve usted Padura como un hecho pueden ser visto de distintas formas.
Una realidad. Los cubanos que consideramos el régimen castrista la más totalitaria y represiva dictadura sufrida por la Nación cubana quisiéramos ver a un Padura enérgico en su denuncia, sin detenernos a pensar que él es un producto del sistema, aún vive bajo su pesado manto. Que incluso puede sentir simpatías por él. Esto último prefiero seguir dudandolo.
 
Debido a la guerra de Angola Padura padece, según cuenta él, “un trauma acústico irreversible”. Aprovecho para informarle que padece también una enfermedad muy popular entre los cubanos, “apendijitis aguda” la cual nunca se cura del todo y suele reflejarse notablemente en aquellos que aún mantienen residencia en la Isla y siguen al alcance de los caprichos del régimen. Yo no soy capaz de acusarlo por eso, ni a él ni a nadie. No estamos en igualdad de condiciones. Yo no vivo en Cuba.
 
Seguiré leyendo sus libros. Seguiré conservando la pelota firmada por Nolan Ryan con una nota personal dedicada a él, para entregársela algún día. De algún modo tenemos algunas cosas en común, la pasión por el beisbol, por las escrituras y los mismos victimarios.   



Monday, February 5, 2018

El barbero.




Debió disuadirme el precio, ocho dólares por un corte de pelo. O el alarido que dio la puerta, como si en vez de empujarla la hubiese apuñalado, ahogando con el chillido el sonoro concierto de un rosario de pequeñas campanas colocadas en forma de sonajero en el umbral para avisar la llegada del visitante.

La decoración interior daba fe del viejo letrero colgado a la entrada: “Barber Shop”(established in 1928). Dos antiguos sillones de pedestal y brazos de porcelana, un enorme espejo opaco y manchado por el amarillo del tiempo y las paredes tapizadas con fotos de John Wayne, Johnny Cash y Elvis Presley. Un aparato de aire acondicionado de pared, más que enfriar trituraba el aire, aire de olor antiguo. Tiene que haber sido el letrero lo que finalmente me inspiró confianza. Enorme letrero, de pared a pared, en el que se leía, “En Dios nConfiamos” “In God we trust”. O quizás fue el anciano de sonrisa diáfana que se incorporó lentamente del asiento para recibirme con un sureño “!Hola buenos días señor!”, “howdy good morning Sir! Titubee unos segundos, pero ya el barbero, de tres toallasos, había sacudido el polvo del sillón y cortésmente me indicaba con un, -siéntese por favor. -Y me senté.

Tres días llevaba Mimol diciéndome que necesitaba pelarme.

-¿Como quiere que le corte el pelo?

-Un poquitín corto atrás y en los costados. Largo arriba. Arriba solo emparejarlo.

-¡Muy bien!- contestó mi nuevo barber.

Aún no sé para qué preguntó. Me colocó un delantal de tela ajustado el cuello y una enorme y ruidosa maquina marca Oster de tusar caballos en la nuca y la saco por la frente dejándome en el centro del cráneo una franja similar a la que produce un meteorito al impactar un campo sembrado de maíz. Mientras me tusaba, pelar es otra cosa, me habló de su vida, con la avidez de alguien que no ha sostenido un diálogo por mucho tiempo. Me habló de Elizabeth, su compañera de seis décadas, fallecida el verano del 2016. De la soledad, de sus hijos lejanos y ausentes. De su participación en la guerra de Corea y me mostró colgadas en la pared, las desteñidas fotos en blanco y negro donde lucia muy joven y vestido de fatiga. Con una brocha corta y redonda de cabo de nácar, como las que usaba mi padre, me embadurnó con espuma tibia desde las patillas, pasando por detrás de las orejas, hasta la nuca. En una larga tira de cuero crudo, asentó una navaja. Jamás me he quedado tan quieto. Con el temblor de sus manos bastaba para morir degollado. Con increíble habilidad me dio los cortes, mientras yo con mirada de ruego leía el viejo letrero y repetía interiormente, -in God we trust, in God we trust-. Con una manguera de aire a presión, capaz de arrancar de cuajo una oreja, me sopló los residuos de cabello cortado.

-¡Listo, quedó usted nuevo! - me dijo con la misma sonrisa que me recibió, y añadió, - Son solo siete dólares, los viernes tengo un precio especial.

 




No quise mirarme en el espejo, la falta de cabello me hacía sentir la cabeza extremadamente fresca. Le pagué y le di una buena propina. Antes que el alarido de la puerta y el concierto de campanitas me despidieran, le pregunté donde vendían sombreros por allí.

-A media cuadra, pregunta por Bob, dile que vas de parte mía.- me dijo.

A media cuadra divisé la tienda. De un anaquel escogí un Stetson gris, de cowboy, de mi medida. No fue necesario decir quién me enviaba.

-¿¡Te peló y te envío Marcus!?- me preguntó con tono de admiración Bob.
Amigos, llevo una semana con sombrero. Hace mucho no me veía el mapa de cicatrices en mí cabeza, cicatrices que me recuerdan las batallas a pedradas que sostuve de muchacho en el central Mercedes, y los apresurados cruces de cercas de alambre de púas en los potreros de la finca La Esperanza. Marcus me los ha recordado.

Creo que volveré a pelarme con él. Por siete dólares y una respetable y honorable historia vale la pena. Además ya tengo sombrero.

Monday, January 29, 2018

Día del ferroviario.




Nací y me crie hasta los catorce años rodeado de líneas de ferrocarril y locomotoras. Enormes maquinas de vapor que movían los vagones de ferrocarril llenos de caña en el central Mercedes (6 de Agosto). Aprendí a identificarlas, por su número, por su distintivo sonido. Aun recuerdo su peculiar olor, mezcla de hierro y vapor de agua.

La 9 (La cucarachita) era la más familiar de todas, se encargaba de llevar y traer los vagones hasta y desde el basculador, alimentando aquella voraz fabrica de azúcar de caña a la que todos llamábamos cariñosamente el Ingenio.

La 41 y la 124 de tamaño medio, encargadas de acercarle, desde las afuera del patio del ingenio los vagones hasta los predios de la Cucarachita.

La 150 y la 152 enormes maquinas capaces de traer cientos de vagones desde largas distancias. Su rugir estremecía el entorno, familiar y legendarias, visibles en el horizonte sobre La loma de Panchón o Pedernales se nos hizo la serpiente de humo que expulsaban sus chimeneas, como prueba del esfuerzo extremo tirando de una larga e interminable hilera de chirriantes vagones de metal rebosados de caña de azúcar recién cortada.

¿Cómo olvidar la 77? Locomotora reconstruida por los obreros del central, que estallara en el más lamentable accidente en la historia del central Mercedes, el 16 de febrero de 1972, sesgando la vida de cuatro queridos trabajadores e inundando de luto el corazón de todos.  

Hoy es el día del ferroviario en Cuba. No hay mucho que celebrar. La industria ferroviaria cubana pionera en América Hispana se encuentra en lamentable estado. En Mercedes (6 de Agosto) solo queda una de aquellas emblemáticas locomotoras. A la entrada del central, pudriéndose a la intemperie, silenciosa, como monumento al desamparo, una vieja locomotora recibe al visitante. De lo que un día fue el orgullo y el sustento de obreros y sus familias, nada queda, nada, solo la vieja locomotora y el recuerdo, el cariñoso y dolido recuerdo de los que nacimos, vivimos y hemos visto destruirse, no solo las locomotoras, la industria ferroviaria, cientos de centrales, y un país entero.