A mi
prima Mirta. Que aún vive perdida en el mismo callejón de la historia.
La divisamos en la
distancia, caminaba rumbo a su casa por el callejón de la finca Esperanza y
Sumidero, con una jaba colgada del brazo, dejando a su paso una leve nube de
polvo que se desvanecía o se posaba sobre la superficie de tierra. Su frágil
figura parecía levitar sobre el espejismo vaporoso que producen a lo lejos los
rayos solares en las planicies secas. Regresaba de la tienda del pueblo, dónde
había comprado la magra ración que le adjudicaban por la tarjeta de
racionamiento.
Fue mi primo Oscar
quien me la señaló. − Mira, mira, allá va Mirta. Oscar y yo regresábamos de la
escuela a caballo como era de costumbre. Era el mes de Mayo y aquella tarde,
antes de apagarse en los brazos de una luminosa noche de luna llena, se
empecinaba en castigar con sus últimos rayos solares la existencia de todos los
pobladores del central Mercedes y sus alrededores.
− ¿Migue, a que tú no
te atreves a decirle sebingosa? − me dijo en forma de pregunta y reto Oscar. Mi
primo solía ponerme a prueba. Algunas veces producto de un ataque de
hijeputismo de los que padecía con peligrosa frecuencia. Yo jamás había
escuchado la palabra, pero el peso de demostrarle mi valor al primo, que era
una suerte de héroe para mí, me hizo contestarle rápido y resuelto, − yo sí se
lo digo− y comencé a repetir la palabra mentalmente para no olvidarla mientras
nuestra cabalgadura acortaba con su paso la distancia que nos separaba de
Mirta.
Mirta Corredera era
nuestra prima. A pesar de su juventud, era solo cinco años mayor que Oscar y
diez años mayor que yo, lucia avejentada. Andaba desaliñada, con el cabello mal
atendido y era extremadamente delgada. Caminaba encorvada y tenía la piel y las
manos curtida por los avatares del campo. No sabía leer ni escribir pues sus
padres nunca la enviaron a la escuela. Solo logró hacer sobre una hoja de papel
unos trazos deformes y desorganizados que nada tenían que ver con letras,
después todas las noches de los diez meses que alumbrada por un farol chino de
ruidosa luz, Margarita Pereira intentó enseñarla a leer y escribir. Tenía
etapas de profunda calma, días en los que, sentada en un taburete, con la
mirada perdida en el potrerito de la viuda, se sumergía en un silencio
sepulcral mirando el ganado pastar y conversando con los muertos y entonando
canticos indescifrables. Cuando se sacudía de aquella modorra y regresaba al
mundo de los vivos, era la que organizaba y lideraba las cacerías con
tirapiedras, trampas para codornices o las cocinatas de semillas de marañón en
improvisados fogones de piedra y pedazos de planchas de zink a escondidas de
nuestros padres.
Mirta ayudaba a mi
madre en los quehaceres del hogar, mis padres la querían mucho. Solo una vez se
enojaron con ella, fue el día que me llevó a la arboleda del tío Pipe y nos
dimos una hartada de mameyes Santo Domingo que me produjo un empache descomunal
del que solo me salvó la vieja Antolina traída a mi casa para que me pasara la
mano, una suerte de ritual, una estimulación al recorrido de los alimentos por
los intestinos realizado al pasar las manos embarradas de aceite caliente
haciendo presión sobre el abdomen acompañado de rezos. Yo jamás había tenido
diferencias con Mirta, o más bien solo había tenido una, la vez que la llamé
yegua vieja, por indicaciones de Oscar y la que estaba a punto de tener por
indicaciones también de él.
Criollo, marchaba
resuelto, con el entusiasmo que invade a los caballos cuando van camino de
regreso a casa, donde saben que les espera comida y descanso. La distancia
entre nuestra cabalgadura y la prima Mirta se fue acortando hasta que la
alcanzamos. Para sorpresa mía, una vez junto a ella, Oscar comenzó lo que se
puede catalogar como un dialogo entre sordos, gesticulaba aparatosamente y
gritaba no dejándome oportunidad de decirle lo que momentos antes me había
indicado que le dijera. El dialogo no tenía sentido, pero en realidad ningún
dialogo con Mirta tenía mucho sentido. Dos veces dije la palabra indicada, pero
las dos veces la voz de mi primo ahogo la mía, hasta que dirigiéndome a él le
pregunte a gritos,
− ¿Chico, me vas a
dejar que se lo diga o qué?
− ¿Decirme que? –
preguntó la aludida, mirándonos desde la negrura de dos ojeras como el fondo de
dos botellas de vino tinto.
− Sebingosa. –
conteste yo sobre la voz de Oscar que le pedía que no me hiciera caso.
− ¿Qué tu dijiste?
− Sebingosa,
sebingosa, eres una sebingosaaaaaaaaaaa. – grité a todo pulmón.
Mirta depositó con
calma la percudida jaba en el suelo y se armó en pocos segundos con una
considerable cantidad de piedras que abundaban en el camino. Yo al verla, me
desmonté de Criollo e intente ponerme a salvo detrás de Oscar y el animal.
Desde el caballo Oscar trataba de mediar, gesticulaba con ambas manos, comenzó
pidiéndole que no me hiciera caso y rápidamente pasó a hacerle incongruentes
ofertas que incluían ir a pescar o regalarle su tirapiedras. Pero la furia de
la aludida era incontrolable. Los primeros proyectiles hicieron impacto en el
animal y algunas en la fisionomía de mi primo. Oscar insistía en lograr la paz,
pero a Mirta se le había colado el diablo en el cuerpo. Emitía un sonido
gutural adornado con un rosario de improperios y disparaba andanada tras
andanada de piedras con ambas manos. Yo seguía haciendo círculos parapetado
tras Criollo, y comencé a ripostar el fuego enemigo con un picheo empedrado y
constante. Oscar, atrapado en el fuego cruzado recibía impactos en su cuerpo.
Fue una pedrada en el pecho propinada por Mirta la que hizo que mi trinchera de
cuatro patas saliera espoleada a todo galope dejándome allí en el campo de
batalla frente al Miura enloquecido. Intenté protegerme en la cuneta y desde
allí continúe devolviendo el fuego. Nada detenía a mi adversaria. Recuerdo
haber hecho blanco varias veces, pero ella seguía avanzando y no paraba de
lanzar piedras. Sentí un dolor intenso en el brazo y otro en una pierna,
resultado de dos certeras pedradas. No me quedó más alternativa que escapar
atravesando la cerca de alambre de púas. Sentí el acero lacerándome la piel de
la espalda, dejé mi camisita en ripios colgando de los alambres y me adentré en
el potrero de Quiro. Corrí paralelo al callejón bajo una lluvia de piedras que
la cerca no era capaz de detener, hasta que deje aquella loca detrás. Seguí
corriendo hasta que alcance a Oscar que había detenido a Criollo a casi medio
kilometro y analizaba los daños en su cuerpo y en el del caballo.
Me costó trabajo
volver a cruzar la cerca para subir al camino. Jadeante, cojeando, con la piel
de la espalda hecha jirones me acerqué a mis compañeros de viaje. Fue entonces
que vi los hematomas que brotaban como violetas en todo el cuerpo de mi primo y
algunas magulladuras en la piel de Criollo. Oscar estaba morado de piel y de
ira. Se volvió hacia mí y me grito indignado.
− ¿Tú eres comemierda
o qué? –
Al fin de un salto
monto en Criollo y extendió el pie para que yo lo usara de estribo y subiera
también.
Cabalgamos por la
guardarraya camino a la casa del tío Quiro. Íbamos en total silencio, rodeados
de verdes y ondulantes campos de caña de azúcar, acompañados por algún pequeño
y esporádico remolino de corta duración que levantaba un espiral de tierra colorada
y paja de caña para morir a escasos metros y con la misma espontaneidad que
surgió. Hasta que una pregunta mía nos hizo reír a carcajadas.
− ¿Chico, ser
sebingosa es tan malo?
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