El jueves
29 de mayo de 1963 en horas de la tarde tocaron a la puerta de nuestra casa en
la finca La Esperanza. Yo había regresado del colegio y me cambiaba de ropa
cuando escuché la voz de mi madre y se me antojó nerviosa. – Sí, pueden pasar.−
le escuché decir y salí del cuarto para ver qué pasaba, justo en el momento que
cuatro hombres armados traspasaban el umbral de la puerta. Reconocí a dos
vecinos del central Mercedes, Jesús Pino (Pinito) y Arnaldo Vega (Nate) los
otros dos eran dos orientales miembros del Ejército Revolucionario. La razón de
la inesperada visita era realizar un registro en nuestro hogar. Sin orden
judicial, sin más derechos que el que les otorgaba el naciente totalitarismo
gubernamental y el hecho que mi padre, José Miguel Grillo no era fidelista. Los
dos soldados hicieron guardia, mientras Pinito y Nate viraron la casa patas
arriba. No encontraron nada subversivo, nada incriminatorio. Solo encontraron
el ajuar de boda de mi hermana y el acaparamiento que, conocedora de los
tiempos que se avecinaban, mantenía Carmita. Fueron tan minuciosos, que
llegaron a perforar el celofán de la tapa de una caja de talco, “porque allí se
podían esconder balas.” Se llevaron dos cosas, un pantalón de montar a caballo
de mi padre, porque era color caqui, el color que usaba el ejército de Batista,
aun conociendo ambos que mi padre jamás perteneció al ejército y una escopeta
de caza calibre 16 de dos cañones. Casi al final del registro se les unió otro
vecino del central, Felipe Álvarez (Felipito). Ninguno de los dos artículos
fueron jamás devueltos. Felipito se quedó con la escopeta gracias a la
impunidad que disfrutaba por ser simpatizante y colaborador del régimen
castrista.
Han pasado
cincuenta y cinco años de aquel hecho que quedo grabado en la memoria del niño
que fui. Si algo me satisface es haber logrado con esfuerzo recuperar replicas
de muchas de las cosas que les fueron tan injustamente robadas a mi familia, a
mi padre. Quizás por eso contemple hoy una finca ganadera, un ato de ganado
Cebú, un tractor Ford del año 1953, un yugo de bueyes, o esta escopeta de dos
cañones que acabo de recibir ayer, como trofeos. Todas en conjunto son un
triunfo sobre la maldad y la injusticia.
No sé qué
fue de la vida de Nate y de Pinito. Nunca les desee mal, nunca les desee la
miseria que estoy seguro ayudaron a instaurar y también sufrieron. No lo hago
porque sería deseársela también a muchos familiares y amigos que no se la
merecen. Ellos tuvieron lo que tenían que tener, otros no. Felipito es otra
historia. Dos cosas buenas hizo en su vida: una bellísima hija, la China
compañera mía de la escuela primaria que admiré y con la que asistí muchas
veces al cine del central, y morirse.
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