Friday, January 12, 2018

Amor de verano.


Ellas eran dos, eran hermosas, eran de la capital, eran finas y eran primas. Nosotros éramos dos, éramos feos, éramos guajiros, éramos rudimentarios y éramos primos. Teníamos las mismas edades, diecisiete y diez años ellas y diecisiete y diez años nosotros. Éramos las parejas perfectas… al menos eso creíamos. Las habíamos conocido en el pequeño parque de recreaciones que quedaba al lado del Hotel Varaforte en la esquina de la primera avenida y la trece calle en la playa de Varadero. Allí en el hotel pasábamos las vacaciones de verano junto a nuestras respectivas familias. Mi primo Oscarito Grillo, las había divisado jugando en un tíovivo. Raudo y veloz como una liebre y enamorado como un chivo macho, Oscarito entabló conversación con la mayor que era de su edad. Yo no podía quedar mal ante mi tutor en asuntos de amor y platiqué toda la tarde con la más pequeña, mientras nos balanceábamos en las hamacas o nos deslizábamos por las canales.  – Damarys, Julita, vengan que se hace tarde −  la voz chillona de quien luego sabríamos era la madre de la mas pequeña quebró nuestro infantil idilio el primer día. Algo dramático quebraría el último.

En la playa, jugábamos en la arena y nos bañábamos a corta distancia, bajo la mirada escrutiñadora de los padres de aquellas dos bellezas. En las tardes nos dábamos cita en el parque. Oscar avanzaba en su relación, lo vi sujetarle las manos a Damarys.  Lo mío andaba más lento a pesar de las instrucciones, estrategias y planes que meticulosamente me inculcaba el primo mayor cada noche. La tarde anterior a la hecatombe final, lleno de miedo y de –compadre no seas pendejo− le tome la mano a Julia, y se dejó. Le pregunté si quería ser mi novia, y dijo si. Los vítores y halagos de mi profesor al llegar al apartamento hicieron creer a nuestras familias que mi acción había sido salvar una familia entera del ataque de un feroz tiburón y no sostener por unos minutos las frías y temblorosas manos de una niña entre las mías. Esa noche no dormí, esa noche no dormimos.

El día nos pareció interminable. La playa no nos importaba, Damarys y Julia no estaban allí. Habían ido a una excursión a Cayo Francés en la punta de la península de Hicacos. Solo pensábamos en ellas y en las horas de la tarde, las horas de parquecito.  A las manecillas del reloj les costó mucho trabajo ascender la cuesta hacia el meridiano, el descenso hacia la tarde fue aún mas tortuoso. Las esperamos en el parque y al fin llegaron, bañadas, vestidas de limpio, preciosas. Un besito en el cachete y Varadero se me elevó a la altura del Everest. Nos dirigimos hacia el área de los “cachumbambé” (barra de madera con dos asientos en los extremos superpuesta sobre otra, cuando un extremo se eleva en otro desciende) y ocupamos dos, Oscar con su Damarys, yo con mi Julia. Nos elevábamos y descendíamos entre bromas y risas. La cálida brisa impregnada de salitre hacía ondear el negro cabello de Julia, su blanca dentadura se asomaba detrás de los labios rojos y su cara bronceada por el Sol, radiante, risueña me tenía extasiado. Fue de reojo que me pareció ver aquello. Oscar, de frente hacia mí, charlaba y reía mientras ascendía y descendía con Damarys en el cachumbambé de al lado. Traté de avisarle, hice gestos con los ojos, con la boca, tosí, me rasgué la garganta, sacudí la cabeza, extendí los labios como un mono…  pero nada. Él seguía allí, elocuente, chistoso, enamorado, sin percatarse que su interlocutora hacía rato había enmudecido y su perfecto cutis bronceado ocultaba un enorme sonrojo. De pronto se incorporó, dejando a Oscar en el aire, víctima de la fuerza de gravedad, agarró a mi compañera por un brazo y la arranco del asiento. Al igual que mi primo me vi suspendido en el aire y fui a dar al suelo con el trasero, mientras que ellas se alejaban presurosas. 
− ¿Pero que le pasó a esta?− preguntaba desconcertado el príncipe azul recién aterrizado. Yo no podía hablar, ahogado por el llanto, llanto de risa, gesticulando trataba de indicarle, señalarle en dirección a su entrepierna, desde donde colgaba la razón del final de dos idilios. El vencido elástico de la maya de retención de su viejo short había cedido y a cada subida y bajada del cachumbambé, un huevo grande, redondo y rojo, que digo huevo, que digo rojo… un cojón colorao, brillante como una bola de billar se dejaba ver.

Los días restantes las vimos a distancia, ausentes, mudas, refugiadas en el seno de sus familias. Han pasado cincuenta y tres años, los indomables  caprichos del destino han logrado borrar la hermosa cara de Julia de mi recuerdo… pero no el huevo de Oscarito.

A Oscar Grillo Ravelo (Julio Pino) un primo para siempre.

Miguel Grillo Morales

12 de enero del  2018. Miramar, FL

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