Ellas eran
dos, eran hermosas, eran de la capital, eran finas y eran primas. Nosotros
éramos dos, éramos feos, éramos guajiros, éramos rudimentarios y éramos primos.
Teníamos las mismas edades, diecisiete y diez años ellas y diecisiete y diez años nosotros. Éramos las parejas
perfectas… al menos eso creíamos. Las habíamos conocido en el pequeño
parque de recreaciones que quedaba al lado del Hotel Varaforte en la esquina de
la primera avenida y la trece calle en la playa de Varadero. Allí en el hotel
pasábamos las vacaciones de verano junto a nuestras respectivas familias. Mi
primo Oscarito Grillo, las había divisado jugando en un tíovivo. Raudo y veloz
como una liebre y enamorado como un chivo macho, Oscarito entabló conversación
con la mayor que era de su edad. Yo no podía quedar mal ante mi tutor en
asuntos de amor y platiqué toda la tarde con la más pequeña, mientras nos
balanceábamos en las hamacas o nos deslizábamos por las canales. – Damarys, Julita, vengan que se hace tarde
− la voz chillona de quien luego sabríamos
era la madre de la mas pequeña quebró nuestro infantil idilio el primer día.
Algo dramático quebraría el último.
En la
playa, jugábamos en la arena y nos bañábamos a corta distancia, bajo la mirada
escrutiñadora de los padres de aquellas dos bellezas. En las tardes nos dábamos
cita en el parque. Oscar avanzaba en su relación, lo vi sujetarle las manos a
Damarys. Lo mío andaba más lento a pesar
de las instrucciones, estrategias y planes que meticulosamente me inculcaba el
primo mayor cada noche. La tarde anterior a la hecatombe final, lleno de miedo
y de –compadre no seas pendejo− le tome la mano a Julia, y se dejó. Le
pregunté si quería ser mi novia, y dijo si. Los vítores y halagos de mi
profesor al llegar al apartamento hicieron creer a nuestras familias que mi
acción había sido salvar una familia entera del ataque de un feroz tiburón y no
sostener por unos minutos las frías y temblorosas manos de una niña entre las
mías. Esa noche no dormí, esa noche no dormimos.
El día nos pareció
interminable. La playa no nos importaba, Damarys y Julia no estaban allí. Habían
ido a una excursión a Cayo Francés en la punta de la península de Hicacos. Solo
pensábamos en ellas y en las horas de la tarde, las horas de parquecito. A las manecillas del reloj les costó mucho
trabajo ascender la cuesta hacia el meridiano, el descenso hacia la tarde fue aún
mas tortuoso. Las esperamos en el parque y al fin llegaron, bañadas, vestidas
de limpio, preciosas. Un besito en el cachete y Varadero se me elevó a la
altura del Everest. Nos dirigimos hacia el área de los “cachumbambé” (barra de
madera con dos asientos en los extremos superpuesta sobre otra, cuando un
extremo se eleva en otro desciende) y ocupamos dos, Oscar con su Damarys, yo
con mi Julia. Nos elevábamos y descendíamos entre bromas y risas. La cálida
brisa impregnada de salitre hacía ondear el negro cabello de Julia, su blanca
dentadura se asomaba detrás de los labios rojos y su cara bronceada por el Sol,
radiante, risueña me tenía extasiado. Fue de reojo que me pareció ver aquello.
Oscar, de frente hacia mí, charlaba y reía mientras ascendía y descendía con
Damarys en el cachumbambé de al lado. Traté de avisarle, hice gestos con los
ojos, con la boca, tosí, me rasgué la garganta, sacudí la cabeza, extendí los
labios como un mono… pero nada. Él
seguía allí, elocuente, chistoso, enamorado, sin percatarse que su
interlocutora hacía rato había enmudecido y su perfecto cutis bronceado ocultaba
un enorme sonrojo. De pronto se incorporó, dejando a Oscar en el aire, víctima
de la fuerza de gravedad, agarró a mi compañera por un brazo y la arranco del
asiento. Al igual que mi primo me vi suspendido en el aire y fui a dar al suelo
con el trasero, mientras que ellas se alejaban presurosas.
− ¿Pero que
le pasó a esta?− preguntaba desconcertado el príncipe azul recién aterrizado. Yo
no podía hablar, ahogado por el llanto, llanto de risa, gesticulando trataba de
indicarle, señalarle en dirección a su entrepierna, desde donde colgaba la razón
del final de dos idilios. El vencido elástico de la maya de retención de su
viejo short había cedido y a cada subida y bajada del cachumbambé, un huevo
grande, redondo y rojo, que digo huevo, que digo rojo… un cojón colorao, brillante
como una bola de billar se dejaba ver.
Los días restantes
las vimos a distancia, ausentes, mudas, refugiadas en el seno de sus familias.
Han pasado cincuenta y tres años, los indomables caprichos del destino han logrado borrar la
hermosa cara de Julia de mi recuerdo… pero no el huevo de Oscarito.
A Oscar
Grillo Ravelo (Julio Pino) un primo para siempre.
Miguel
Grillo Morales
12 de enero
del 2018. Miramar, FL