Mi primera gestión empresarial, fue una suerte de
cuentapropismo infantil. Una distribución de cítricos a domicilio. Recogí en un
saco, todas las mandarinas que pude, de una hilera de matas que crecían
frondosas en la cerca divisoria de un sitio o conuco propiedad de mi padre,
situado en la finca La Esperanza de mi niñez. Las propuse y vendí puerta por
puerta en mi barrio, una docena de casas de campo a lo largo de un polvoriento
callejón en las afueras del Central Mercedes. Quizás por simpatía o seguramente
por la pena de ver aquel esquelético chiquillo de siete u ocho años con un
pesado saco a cuestas, lo cierto es que en una sola tarde las vendí todas. Llegué
a casa contento y le informé a mi padre de lo bien que marchaba mi empresa. Le
mostré la libreta donde apuntaba el nombre del cliente y la cantidad vendida. El
dinero recaudado mi padre se ofreció a guardarlo bajo llave en su buró. Así lo
hice. Me extraño su falta de entusiasmo, solo dijo algo así como “HUM” y siguió
revisando papeles.
El
negocio duró hasta que unos días más tarde en un segundo intento de
distribución comprobé que nadie quería la mercancía. Cariñosas y llenas de
elogios, una por una, mis clientas rechazaron una segunda entrega. Hasta que
llegué a la puerta de Cuca, la viuda de Perico. Amable señora ella, pero
portadora de firmes convicciones, adquiridas en los avatares de criar sola una
familia.
−
¿Miguelito, tú has probado las mandarinas? - me dijo, con cara de poco marido.
−
¡Si Cuca, están riquísimas!
− A
ver, cómete una.
Metí
la mano en el saco y extraje una, con destreza le quite la cascara (eran muy
fáciles de pelar) y resuelto me introduje tres hollejos en la boca. −
¡Están deliciosas!− Le dije con la boca llena de jugo y los ojos llenos de
lagrimas. Dentro de la boca se me formo una masa intragable y el paladar
experimentaba la sensación de haber tomado un buche de acido de batería. Yo
sabía el porqué aquellas matas tenían una cantidad increíble de frutas el año
entero sin que nadie las tocara, pero no podía revelárselo a mi clientela. Cerré
definitivamente el negocio. Lo más duro fue ver a mi padre retirar todo el
dinero de la gaveta del buro, entregármelo con una estricta orden. Aquella
tarde tuve que ir puerta por puerta con cara de huérfano, libreta en mano devolviéndolo.
Mi segunda idea empresarial nació de un comentario que le escuche a mi tía Digna. Mi madre le había comprado una guayabera a mi padre y al mostrársela a mi tía, esta comentó admirada. − ¡Los botones son de hueso legítimo!− Allí mismo tuvieron que explicarme el proceso de elaboración de botones usando huesos como materia prima.
Lo que prosiguió fue una labor de hormiga, o más bien bibijagua. Le puse esfuerzo, alma corazón y ampollas y la convicción que no me pasaría como con las mandarinas. Con la pesada y rudimentaria carretilla de mi padre, daba viajes hasta el cementerio de los bueyes, un apartado potrero en la finca donde se soltaban los bueyes retirados del servicio, para que vivieran sus últimos años y finalmente murieran. Me fue fácil encontrar enormes osamentas de las cuales recolecté los mayores huesos. Después del colegio, comenzaba mi diario peregrinaje óseo. Di viaje tras viaje, hasta casi llenar un abandonado chiquero de cerdos en el fondo del patio de nuestra casa. Me salieron ampollas en los dedos, aun así continúe la labor, hasta que algún resentido anticapitalista puso a mi padre sobre aviso y el viejo descubrió el almacén.
− ¿Tu me puedes explicar qué locura es esta Miguelito?− Me preguntó mi padre, parado delante del panteón de todos los bueyes difuntos de la finca.
Le expliqué con lujo de detalles las características del negocio. Le pedí que me ayudase a conseguir un contacto, un comprador en la fábrica de botones en La Habana. Incluso le ofrecí ser mi socio. Mi viejo escuchó con la paciencia de un monje budista toda la idea. Declinó cordialmente mi ofrecimiento y me dio una larga lección sobre oferta y demanda, los dos elementales principios de la libre empresa. Se ofreció a ayudarme a devolver al potrero, utilizando un carretón grande, toda aquella carga fúnebre.
Hoy agradezco que nadie viera a José Miguel Grillo y a su hijo repartiendo huesos en la soledad de aquel potrero. Pero lo más importante, lo que siempre agradeceré, es que siempre me animó a no abandonar jamás la idea de seguir buscando un buen negocio.