−Juana,
prepárame un termo con café y acuesta temprano a los muchachos, ese hombre va a
venir a robarse la puerca esta noche y lo voy a esperar.− El pedido que le
hacía mi abuelo Don José Grillo a mi abuela Doña Juana Martín era motivado por
dos razones: su inefable intuición campesina y una visita inesperada.
Aquella
apacible tarde de octubre de 1938 un desconocido había llagado a la casa de mis
abuelos, un lugar remoto, rodeado de potreros y montes, apartado de todo camino
vecinal y localizada en el centro de la finca La Esperanza y Sumidero. Durante
la corta visita al forastero se le trató con la hospitalidad acostumbrada por
los guajiros cubanos. Se le ofreció agua, algo de comer y se le indicó la forma
de llegar a Colón, pueblo cercano, su supuesto destino. El hombre andaba a pie
y en la media hora que duró su estancia, mientras conversaba con él, Don José
notó que se fijaba nervioso y continuamente en una enorme puerca preñada que
descansaba atada por una larga cuerda al tronco de un frondoso almendro en el
patio de la casita de campo.
Un cartucho
en cada recámara de la Remington calibre 16 de dos cañones, una manta para
apaciguar la frescura de la noche otoñal, un taburete recostado a la pared del
pequeño portal, el termo de café caliente, la soledad y el silencio del campo
cubano fueron los acompañantes del abuelo aquella noche madrugada de vigía. Por
la posición de la Luna José calculó que eran aproximadamente las dos de la
madrugada cuando una rama seca se quebró bajo el peso de una pisada y un bando
de palomas rabiche despertadas por el ruido del intruso salieron volando
despavoridas de los árboles donde dormían. La luz de la luna llena se reflejaba
en el rocío depositado en las hojas de la maleza y en la yerba del patio,
iluminándolo todo, mientras el pequeño portal desde donde vigilaba el abuelo se
mantenía en una impenetrable penumbra.
El crujir de
las hojas secas, audibles como en un sistema estereofónico en el impecable
silencio de la noche campestre, el repentino silencio de los grillos, delataban
el avance y recorrido del intruso. Entonces el abuelo enderezó lentamente el
taburete separando el respaldar de la pared y sentándose en posición correcta,
levantó y apuntó los negros cañones de la escopeta hacia el tronco del almendro
y esperó hasta que la vacilante figura del ladrón emergió de la arboleda y se
dirigió sigiloso hasta el árbol donde se encontraba atado el animal. Con un
leve puntapié en la barriga, que provocó un gruñido de espanto, despertó el
ladrón a la puerca que dormía plácidamente en un confortable colchón de paja
seca. Sigilosamente se acercó al tronco del árbol y se arrodilló para desatar
la cuerda, sin imaginarse que a unos escasos veinte metros dos cañones le
apuntaban cargados con dos cartuchos de municiones número cuatro.
−Te estaba
esperando cabrón− la potente voz del abuelo Grillo retumbó como un trueno quebrando
el denso silencio de la apacible madrugada, seguida de la acción de apretar el
gatillo. Un ensordecedor estruendo y una llamarada de fuego impulsaron la carga
de municiones que si bien no mataron al ratero le penetraron la piel y lo
hirieron. El individuo saltó hacia atrás como un resorte y emprendió la fuga,
primero a gatas hasta incorporarse. − Párate desgraciado − y el segundo disparo
impactó al ladrón en retirada en plena espalda. El estruendo que provocaba en
su frenética huida al atropellar ramas y gajos de la arboleda era comparable al
ruido provocado por una manada de elefantes en estampida.
Un agudo quejido
y el chirriar de los pelos de alambre de púas, tensados como cuerda de
guitarra, de una cerca perimetral en los que se enredó el ladrón en la
desesperada carrera fueron los últimos sonidos que se escucharon en la
madrugada en aquel placido valle seguido de los dos últimos disparos hechos al
aire por el abuelo José.
− Cálmate
mujer, todo pasó, ese no vuelve por aquí ni a buscar centenes. − fue todo lo
que dijo José antes de acostarse a dormir.
A la mañana
siguiente comprobaron que en las filosas púas de alambres marca Gauchada el
hombre había dejado gran parte de su vestimenta y lo que décadas después
llamarían muestras de ADN, pero en aquella primera mitad del siglo veinte los
guajiros llamaban simplemente tiras de pellejo.
− Esto es lo
que le debe pasar a todo aquel que intente apoderarse de lo ajeno− sentencio
Don José antes de comenzar su jornada de trabajo en la finca.
Aquel no fue
el primero ni el último robo del que fueron víctimas los propietarios de la
finca Esperanza y Sumidero. Un cuarto de siglo más tarde, el 3 de octubre de
1963 los ladrones volvieron a entrar. Esta vez lo hicieron a plena luz del día,
los siete herederos de José y Juana no pudieron hacer nada contra ellos. A pesar
que la expropiación violaba los estatutos de la última Ley de Reforma Agraria,
los vándalos venia armados, vestidos de verde olivo y respaldados por un
sistema totalitario y violador de todo tipo de derechos. Pero esa es otra
historia y para contar en otro momento.
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