Una semana nos tuvieron acicalando
la escuela. Los varones con guatacas eliminamos las malas yerbas del área de
los jardines y pintamos las descascaradas paredes de la fachada. Las niñas
baldearon aulas, baños, pasillos, adornaron las pizarras y los cestos de
basura. Como por arte de magia aparecieron un centenar de frondosas arecas que
fueron colocadas estratégicamente por toda la escuela aparentando una jungla
verde en macetas blancas. Los alumnos de sexto grado confeccionaron cientos de
metros de una suerte de longaniza de banderitas que se colgaron en los techos
de los pasillos y un inmenso cartel dándole la bienvenida. A mi amigo Cosme
Pedro Manrique y a mí, nos tocó pintar con un caldo blanco llamado lechada o cal un
buen tramo de los contenes de la calle principal, calle Real le llamábamos,
desde la entrada del pueblo hasta la esquina de la tienda grande. Cada aula,
cada grado, tuvo que aprenderse de memoria un lema revolucionario y triunfalista
que sería recitado a coro a la entrada del visitante al aula. La escuela José
Abrines del central Mercedes (6 de Agosto) no parecía nuestra demacrada
escuela. A los más revoltosos nos leyeron la cartilla, algo así como un
pre-aviso sobre cómo debíamos comportarnos... y llegó el día.
Una caravana de jeeps rusos y
dos autos americanos marca Oldsmobil se detuvieron aquella mañana de 1964 frente
a la escuela. La numerosa comitiva incluía un grupo de hombres vestidos de
verde olivo armados y una docena de ejecutivos vestidos de traje. Sin prestar atención
a los regaños de la maestra la curiosidad nos hacia espiar por las persianas.
Entraban en un aula y rápidamente salían. Así fueron haciendo el recorrido hasta
llegar a la nuestra. Cuando atravesaron el umbral de la puerta todos los
alumnos de tercer grado seguimos al pie de la letra las instrucciones que por
semanas nos habían machacado. Nos pusimos de pie sin hacer ruido con las sillas
y recitamos aquella arenga revolucionaria. Yo me sentaba en primera fila, cerca
de la puerta, así que lo tuve delante de mí, a corta distancia. Era un hombre
blanco de mediana estatura, vestido de traje y lentes de plástico negro. Su
piel se me antojó blanca como la leche. El visitante recorrió con la vista el
aula, profirió un seco - pueden sentarse - y se marchó.
Este pasado domingo 26 de noviembre
en horas de la tarde volvió a marcharse. Esta vez de forma definitive. Solo Dios
o el diablo saben el destino final. “Muere Armando Hart Dávalos”, leí en internet
y recordé aquel día en mi aula de tercer grado. Luego lo vi amortajado, alguien
le colocó los lentes de plastico negro, aparentemente el camino hacia el infierno no está bien
iluminado. Eso sí, su ataúd, al igual que la vida que vivió pegado al poder no se parece en nada
a la de los cubanos de a pie. Noviembre parece encaprichado en traer cambios a
Cuba.