La bronca.
Me percaté de que algo
sucedía cuando los clientes abandonaron el mostrador y se agruparon frente al
amplio ventanal que daba a la avenida. Me encontraba visitando La Reina, una
repostería, panadería y fábrica de galletas, que habíamos adquirido hacia unos
meses. Localizada en la ciudad de Jarabacoa, Republica Dominicana, el negocio
estaba siendo administrado por mi primo Pepe Grillo y sometido a un necesario
proceso de remodelación.
El local que ocupábamos
estaba en la esquina formada por una calle secundaria y la concurrida avenida
de La Confluencia. Desde su interior, a través de los cristales, se apreciaba
el amplio panorama, la ancha avenida al frente y la calle al costado izquierdo
del establecimiento. Justo allí, en la esquina, comenzó la algarabía
proveniente de un insipiente molote de gente. La conmoción fue tal, que pronto
el establecimiento quedo vacío.
Salí a la calle con la
intención de averiguar la razón de aquel barullo. Rodeados por un grupo
de curiosos, dos hombres discutían acaloradamente. Conocía a uno de
ellos, era un español de mediana edad y corta estatura, radicado en el país y
dueño de una fábrica de embutidos localizada a solo unas cuadras. Era cliente
habitual de la Reina. El otro, un dominicano vestido de civil, alto, fornido, no
lo había visto nunca, era de los dos el mas alterado. Gesticulaba
constantemente señalando un auto que bloqueaba la salida de la
calle a la avenida. Entonces comprendí: el español había bloqueado parcialmente
la calle secundaria al parquear su automóvil para hacer su compra habitual en
la panadería, y el dominicano, transitando por la calle hacia la avenida, se
encontró la salida bloqueada. Pensé intervenir, pero la discusión había tomado
matices violentos. Los espectadores lejos de apaciguar ánimos, los exhortaban a
incrementar las hostilidades. “No seas cobarde”, “Dale un bofetón, pa que
aprenda” eran los gritos que emanaba del gentío.
En el momento cumbre de
aquella trifulca, el dominicano agarró al español por el cuello, lo golpeo
repetidas veces en las costillas y gritó, −Soy policía y ahora, pa que
aprenda, va preso.− A empujones lo introdujo en el asiento trasero de una
camioneta Toyota, se sentó al volante y condujo hacia la avenida llevándoselo
preso y dejando de manifiesto que el bloqueo de la boca calle era parcial.
− Abusador, por ahí, cabían dos
autos − Dijo una señora con el seño fruñido.
−Eso es una injusticia. Pobre
hombre− Lamentó alguien.
−Tenía que haberle metido un
tiro− Gritó Celso, un viejo borrachín tambaleante, obsesionado con el poder y
que decía haber sido parte de la escolta personal del "Jefe", en clara referencia
a Trujillo.
El grupo y las opiniones
se disiparon poco a poco y la tarde recobró su hastió.
Viaje y recepción.
− ¿Viste eso?− Me
pregunto mi primo Pepe, cuando entré en el establecimiento. – ¡Que
injusticia!− Añadió.
Me quede callado, pero
sentía una angustia inmensa. Era sábado, sabía que el español permanecería
encarcelado hasta que el juez llegara el lunes y revisara su caso. Ver cometer
una injusticia en silencio se iba convirtiendo en una insoportable carga. No
pude soportar más y le dije a Pepe. –Vamos a la estación, voy a pedir una
audiencia con el jefe de la policía, denunciar al policía y liberar al español.
Salimos en el auto de mi
primo hacia la estación. Por el camino yo iba ordenando mis pensamientos.
Preparé la defensa del detenido. Su seriedad ciudadana. Ser un hombre de bien y
padre de familia. Un empresario serio. Eran algunos de los argumentos que utilizaría
a su favor. La denuncia al policía estaba clara. Prepotencia. Abuso de poder.
Arresto arbitrario. Violación de las leyes. Me sentí un justiciero, me sentí
bien. Con la razón de mi parte, me invadió el triunfalismo y llegue a decirle a
Pepe, − Ese hijo de la gran puta va a perder hasta el puesto.
Un edificio de una
planta, pintado de un verde chillón, servía de cede a Estación de Policía de
Jarabacoa. En el portal, sentados en dos sillas de plástico blanco, portando
sendos fusiles de asalto, dos policías sonrientes nos dieron la bienvenida. La
recepción era amplia, las mismas sillas de plástico blanco se repetían, esta
vez agonizadas en una suerte de auditorio, o sala de espera. En un rincón, un
viejo y desvencijado escritorio, sobre el escritorio un grupo de carpetas, un
teléfono negro con el cordón del auricular hecho un enmarañado nudo. Detrás del
escritorio una señora gruesa de aspecto bonachón, se pintaba las unas de un
rojo escarlata.−Buenas, ¿que desean?− Preguntó, con una amable sonrisa y una voz chillona que no correspondía con el volumen de su cuerpo.
−Buenos días señora. − ¿Cuál es su nombre?− Le pregunté.
−Sonia, me llamo Sonia.
−Hola Sonia. Somos José Grillo y Miguel Grillo, propietarios de la repostería La Reina y queremos una audiencia con el jefe de la policía.
−Ah La Reina, ¿Ustedes son los dueños? ¡Qué galleticas más ricas hacen ahí! Por favor siéntense. Deja ver si los puede atender.
Nos disponíamos a sentarnos, cuando la escuchamos levantar el teléfono marcar algunos números y decir.
−Jefe, aquí están los dueños de La Reina, quieren hablar con usted.− La vi mover la cabeza afirmativamente, se dirigió a nosotros y nos dijo, − Enseguida los atiende.
La espera fue corta. El teléfono sonó de nuevo, Sonia lo contestó y con otro gesto de cabeza nos señaló un pasillo. −Por ese pasillo, la ultima puerta a la derecha.
El largo y estrecho pasillo estaba excesivamente iluminado. Una hilera de lámparas de luz fría colgaba del techo. Se me antojaron un tren lumínico.
Avanzamos por el pasillo,
dejando atrás la recepción y la amable secretaria. Pude contar seis puertas a
la derecha y seis a la izquierda. La tercera puerta de la izquierda era la
única abierta, una gruesa reja cubría el umbral. Dentro, tres hombres, tres
presos, sentados en un largo banco de cemento esperaban su suerte. Uno de ellos
era el cliente de La Reina, el español que habíamos venido a liberar. Advertí
en su rostro todo el peso de la ley, o quizás todo el peso de la injusticia.
Nos miró, no pronunció palabra alguna. Llegamos a la sexta y última puerta.
Mire a Pepe, asintió con la cabeza, di tres toque con los nudillos en las
resecas tablas y esperé. −Adelante− Dijo alguien desde el interior con firmeza.
El jefe.
Empujé lentamente la
puerta, las bisagras ausentes de lubricante emitieron un quejido digno de una
película de terror. La luz penetró del estrecho pasillo a la habitación en
penumbras. A medida que la quejumbrosa puerta se abría, nuestros cuerpos
parados en el umbral, proyectaron dos sombras que se fueron agigantando sobre
el piso hasta alcanzar la pared del fondo. Una nube de partículas de polvo
revoleteaban en el haz de luz que rodeaba nuestras figuras.
− Adelante,
adelante.− Se escucho desde un rincón. Quise responder, pero el eco del
“adelante, adelante” dentro de la habitación casi vacía no me lo permitió.
Mis ojos intentaban
acostumbrarse a la penumbra. Poco a poco pude divisar el contenido del
aposento: cuatro archivos de metal de un color gris descolorido, con la mayoría
de sus gavetas descarriladas y abiertas. Un catre personal cubierto por una
sábana verde olivo. Una mesa grande de conferencias sin sillas, llena de
carpetas amarillas. Recostados a un estante un grupo de fusiles de asalto. Y
allí, en una esquina, un escritorio de madera, grande. Frente al escritorio dos
sillas de plástico blanco, sobre el escritorio, un monitor de computadora, un
teclado, un montón de papeles en total desorden y un teléfono negro idéntico al
de la recepción. Un bombillo cagado de moscas colgaba por un cable del techo,
dándole una pésima iluminación al rincón y al resto de la habitación. Aquel
desorden no correspondía a la oficina de un jefe de policía, semejaba el cuarto
de un viudo. Sentado en una silla, reclinado contra la pared, ambas piernas
sobre el escritorio, mostrando las suelas de sus botas militares, estaba él, la
máxima autoridad policial, el jefe supremo. El hombre con quien yo tenía que
hablar para obtener la liberación del preso.
−Buenos días, en que
puedo servirles.− Dijo poniéndose de pie y señalándonos con el dedo las dos
sillas. Nos acercamos a él, hasta que la pobre luz que emanaba del bombillo
ilumino su cara. Faltaban unos escasos metros para llegar al escritorio y Pepe
y yo no podíamos dar un paso, éramos dos estatuas de piedra, inmóviles. De
pronto sentí que la oficina se hacía pequeña, las paredes se abalanzaban sobre
mí aplastándome. Traté de decir algo, pero un nudo en la garganta me lo
impidió. Miré a mi primo Pepe y vi en su cara la mayor expresión de
escepticismo que un ser humano puede mostrar. Ese inolvidable día Pepe me
demostró sus dotes de ventrílocuo. Sin apenas mover la comisura de sus labios
oí con claridad su voz ronca. − ¡De pinga Miguelito! – Me dijo aquel hombre,
incapaz de proferir una mala palabra.
–Adelante señores,
siéntense. ¿En qué puedo ayudarles?”
El “gracias” que
finalmente logré balbucear me sonó mas chillón que el de la obesa secretaria.
Como dos condenados que avanzan hacia el patíbulo, salvamos la corta distancia
y nos sentamos en las sillas indicadas. Nada de lo estudiado y pensado durante
el trayecto nos servía en aquel incomodo momento. Pepe y yo nos mirábamos
mutuamente sin saber qué salida darle a aquella situación. La máxima autoridad
policial del pueblo, el jefe supremo, el hombre con quien yo tenía que hablar
para obtener la liberación del preso, era el mismo que lo había arrestado.
Al fin Pepe habló.
− Oficial, mi nombre
es Pepe Grillo y este es Miguel Grillo, somos los propietarios de La Reina.−
Dijo mi primo y tragó en seco.
Una sola letra
pronuncio el jefe, una sola y pareció pavonearse y regocijarse en la autosuficiencia
que produce el poder absoluto.
− ¿Y? Entonces logré intervenir yo. Lo que procedió fue sin lugar a dudas un acto mezcla de malabarismo verbal y exaltación a la autoridad. De “abyecta guataquería ciudadana” lo calificamos entre risas Pepe y yo más tarde, al llegar con el español liberado a la panadería. Antes de marcharnos de la estacion, en prueba de agradecimiento infinito por su humanitario gesto, le entregamos al jefe una tarjeta del negocio y pusimos nuestros servicios a su entera disposición.
Semanas más tarde, estando
yo ya en Miami, al finalizar un informe vía teléfono sobre el comportamiento
económico del negocio, Pepe hizo una pausa para agregar.
−Por cierto Migue, al
gallego no lo he visto mas, pero ya me avisó el jefe de la policía que su hija cumple
quince años la semana que viene…
Miguel, una bonita y humanitaria historia.
ReplyDeleteMis sentimientos para ti y para su familia.
Les queremos.
un relato que atrapa y espolea el deseo de saber el final. Inteligente dejarlo abierto con esta imagen. Es evidente que el policía no va a pagar esa tarta, el problema es que parece que puede hacerse "cliente"
ReplyDeletejaaaaaaaaaaaaaaaaa, como me he reido con lo de pepe el ventriculo. como siempre muy bien contado con ese humor clasico del picaro y del justiciero.... te lo digo y te lo digo.. PONGE A ESCRIBIR chicoooooooooo. y cuando tengas un chance dime el nombre del gallego a ver si tiene todavia la fabrica de embutidos q a mi me encantan las morcillas, jaaa.
ReplyDeleteMezcla de emociones esta reseña mi amigo. Más, para quien conoció un poco a Pepe, el Grillo, el de Muca, Marta Elena y Pepito, el amigo de pipo.
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