Ayer por la tarde recogí, como todos los martes, a mi nieta del “Day
Care” escuelita, o pre kínder. Con solo tres añitos, Mariah sabe abrocharse el
cinturón de seguridad del asiento para niños, en el que viaja en la cabina
climatizada de nuestro auto hasta nuestra casa. Suelo mirarla por el espejo retrovisor, mientras entablamos un
dialogo que invariablemente toma matices humorísticos por las ocurrencias de la
cría. Durante el recorrido me ausente del dialogo y me deje llevar por el
recuerdo y la nostalgia hasta mis días de infancia en la finca Esperanza y
Sumidero en las afueras del Central Mercedes, Matanzas, Cuba. La pregunta fue
inevitable ¿Cómo sobrevivimos? Esta pregunta me la hago muchas veces.
Especialmente cuando comparo la gran diferencia entre la forma en que viví mi
niñez y la forma en que la viven los niños ahora. Sería muy largo hacer una
comparación detallada, así que me concentraré en un solo detalle, el
transporte.
Las primeras
clases de tutoría que recibí me las impartió Elena Cardona en su casa, o la
casa de sus padres para ser más exactos. No sé si por vocación o por unos pocos
pesos, lo cierto es que en casa de Ramona y Vicente, Elena creó una escuela
privada donde asistíamos varios niños del central a repasar y reforzar la
materia que nos daban en la escuela pública José Abrines. Se formaban grupos
por edades, de esa manera cuando yo estaba aprendiendo a escribir, mis primos
mayores que también asistían, estaban aprendiendo quebrados. El encargado de llevarme
y traerme era mi primo Vicentico Grillo, diez o doce años mayor que yo, hijo de
mis tíos Digna Álvarez y Pipe Grillo, que también asistía a clases. El medio de
transporte era un caballo, o en nuestro caso una yegua vieja. Vicentico se
aparecía en casa a bordo de "la
yegua de la sociedad" así le llamábamos todos, pues pertenecía a la
sociedad formada por los hermanos Grillo, propietaria de la finca donde
vivíamos. La yegua entradita ya en años, era extremadamente dócil y noble, por
esa razón era utilizada como transporte de muchachos. El encargado de alistarla
para esos menesteres, ponerle la montura y acicalarla era Severino Pereira, un
trabajador de la finca que se encargaba de varios quehaceres en casa del tío
Pipe. Severino tenía fama de ser un holgazán, Pipe le llamaba constantemente la
atención. Lento y mal eran las peculiaridades con las que realizaba cualquier
tipo de labor que se le encomiaba. Más que un empleado, era un miembro más de
la familia. Eso sí, tocaba bien el laúd.
Todas las
mañanas mi madre me tenía listo. Al llamado de Vicentico desde el callejón, me despedía
en el portal de la casa con un, −que Dios te proteja hijo− a toda carrera yo
salvaba la distancia del portal al callejón y con la agilidad de los seis años,
ponía un pie en el estribo de la montura y de un salto caía sobre las ancas del
animal. No lo sabíamos entonces, pero en realidad, Dios nos protegía. Así, partíamos
hacia la escuelita de Elena. Los primeros metros los recorríamos muy despacio, hasta
perdernos de la vista de mi madre que invariablemente se quedaba parada en el
portal. Cuando ya mi madre no nos veía Vicentico emitía un ruido parecido al
motor de un auto. La yegua entrenada, según aumentaba el ruuuuuunnnnn aceleraba
la marcha. A cada sonoro cambio de la transmisión imaginaria, el sacudión era
más violento y la velocidad aumentaba. Cuando alcanzaba a ponerle la quinta,
con el hocico estirado hacia adelante, las orejas plegadas hacia atrás y la
cola recta en posición horizontal, la bestia se convertía en un estrepitoso bólido
de cuatro patas. Yo con una mano me aferraba al cinto de Vicentico y con la
otra sujetaba un cuaderno y un lápiz. Aquella mañana tomamos la curva frente a
casa de Paco Herrera hacia la casa de los Cardona a "ciento cuarenta kilómetros por hora."
Así gritó el Juan Manuel Fangio de la equitación. Fue allí donde me pareció
sentir la montura ladearse. En escasos segundos habíamos dejado la curva atrás
y estábamos a unos ciento cincuenta metros de la carnicería de mi tío Generoso
Morales. No supe, no tuve, de qué, ni a qué agarrarme, cuando el piloto de
yegua formula 1 me lo gritó a todo pulmón, − ¡Agárrate!− Las cinchas flojas,
gracias a la dejadez de Severino hicieron que la montura se virara
completamente.
Parece un
trabalenguas pero no lo es, las cuatro prietas tetas de la vieja yegua fue lo
último que recuerdo haber visto, sentí el impacto de las patas en varias partes
de mi cuerpo, lo demás es una nebulosa imagen de barriga, patas de yegua,
terraplén y gente, si gente, vecinos que llegaron alarmados a nuestro auxilio,
recuerdo a Negrito Scull y Nene Cabada. Cuando abrí los ojos, alguien me
revisaba en busca de algún hueso roto. No faltó el cauteloso experto en
medicina general que aconsejo, − No lo muevan, puede estar reventado por dentro.−
Ya de pie, comprobado que no tenía ningún hueso fracturado y que estaba en buen
estado de salud, alguien entre nervioso y jocoso señaló, − Va a ser un buen
estudiante, no soltó ni la libreta ni el lápiz. ¿Cómo iba a soltarlos? si era
lo único a lo que podía aferrarme. Vicentico se me acercó para decirme, − No te
pasó nada y los hombres no lloran compadre.− No lo recuerdo bien, pero parece
que yo lloraba. Así de duros, o salvajes, éramos los niños campesinos de
entonces. Milagrosamente salimos ilesos de aquel accidente, un par de
rasponazos y la ropa hecha un ripio. La mayor alarma cundió en casa de Elena,
cuando vieron llagar a la yegua como un cohete con la montura en la barriga y
sin jinetes. Severino salvó sus testículos, a pesar que la recomendación de
castrarlo ganó popularidad hasta convertirse en unánime.
−Abu, Abu quiero montar a Minimus.− La vocecita de mi nieta me saco de mi infancia.
−Abu, Abu quiero montar a Minimus.− La vocecita de mi nieta me saco de mi infancia.
−Claro mi
amor, cuando lleguemos a casa te lo ensillo. Le dije con ternura y pensé: tengo
que comprarle un casco, un chaleco de protección y no olvidarme de apretar bien
la cincha.