Las puertas de cristal se abrieron y el contraste entre el ambiente
climatizado en la recepción del hotel Habana Libre y el verano habanero lo
percibimos como una bofetada de aire caliente en el rostro.
El regocijo de dos pasajes Habana/Santo Domingo recién adquiridos en el
mostrador de Cubana de Aviación se incineró con el sofocante sol del mediodía.
El olor a chapapote y combustible proveniente de la calle hacia la respiración
densa, dificultosa. El ir y venir de transeúntes con la mirada pérdida en un
horizonte de preocupaciones y asuntos por resolver, y algún furtivo vendedor
callejero, nos separaba de la puerta del hotel y el auto rentado, aparcado a
media cuadra.
Llevaba cuatro días en Cuba y solo pensaba en irme. El motivo de mi visita
se resumía en aquellos dos sobres de membrete azul que contenían los pasajes
aéreos. Uno para mi primo Pepe Grillo y otro para mí. No lo sabíamos entonces,
pero nos aguardaban grandes retos, la fundación de una empresa agrícola y diez
años de convivencias inolvidables en Republica Dominicana.
Apenas habíamos avanzado diez pasos en dirección a nuestro auto, cuando se
nos abalanzó un joven negro, alto, desgarbado y de aspecto dudoso. Yo lo había
detectado al hacer un “paneo” visual de los alrededores, costumbre que le debo
mas a mi origen campesino, que a la lectura de algún manual de
contrainteligencia urbana. El individuo no traía buenas noticias, pero si
buenas intenciones.
−Puro, usted tiene el carro ponchao. –Nos dijo mientras caminaba a nuestro
lado.
−Pero no se preocupe, que yo le resuelvo.
Y efectivamente, el auto tenía el neumático trasero del lado de conductor
en estado asmático.
− Ábrame el maletero y déjeme esto a mí, no se me vaya a ensuciar esa coba
doctor. No tiene que pagarme, si quiere regáleme algo. −Me dijo sonriente.
− ¡Doctor, esos zapatos tienen que costar un cojón de fulas!
Si su gentileza me dejo atónito, su habilidad para sacar el repuesto, el
gato, desmontar la goma “pinchada” y comenzar a montar la nueva, me dejo con la
duda de si mi voluntarioso asistente no había sido en el pasado, miembro de la
escudería de un piloto profesional en Daytona 500.
No solo observé su destreza. Observé también sus manos y antebrazos sucios,
los pantalones percudidos y aquel trapito manchado de grasa, que se
mecía colgado del bolsillo trasero de su pantalón. Cuando apretaba la última
tuerca, me le acerque por la espalda. Puse mi mano sobre su clavícula derecha y
apreté con fuerza, empujando hacia abajo hasta que pego el culo en el
pavimento. No lo deje hablar, me acerque a su oreja izquierda y sintiendo el
olor a mugre y sudor rancio le dije:
−Socio, yo tengo más millas que tú. No me gusta que me jodan y mucho menos
que me cojan de pendejo.
El joven se puso blanco. Intento decir algo. Deje caer todo mi peso sobre
su cuerpo doblado. Fue entonces que pego la frente a la goma recién instalada y
en un murmuro ahogado por los bullicios de La Habana, me dijo:
−Acere, déjame vivir, déjame vivir. La cosa esta mala, no tengo trabajo ni
forma de buscármela. La goma no está ponchada, solo le falta aire. Allí abajo
hay una gasolinera, dile a Papito que le ponga aire.
Lo deje incorporarse. Era un manojo de nervios. Con el sucio trapito se
frotaba las manos torpemente. La cabeza baja, esquivando mi mirada. Mire su
piel oscura, curtida por los avatares de la vida. Sus uñas impregnadas de grasa
y residuos de caucho, el pelo enmarañado y mal atendido. Pensé en las
dificultades que aquel personaje y su familia enfrentaban todos los días, para
poder sobrevivir. Pensé en las dificultades que yo mismo había enfrentado. Pensé
el abismo que existía entre mis posibilidades y las suyas. ! Pensé en tantas
cosas!
−Perdóneme, perdóneme. Repitió dos veces como un autómata.
Fue entonces que La Habana toda se me vino encima. No sé si hice bien, no
sé si hice mal. Saque mi cartera y de ella extraje dos billetes de veinte
dólares. Con la mano extendida, tuve que insistir tres veces. Al fin los tomó,
los enrolló en aquel trapo y se los metió en el bolsillo.
No sé, que pensaron los transeúntes aquella calurosa tarde de julio, al ver
aquellos dos hombres abrazados en la acera frente al hotel Habana Libre. Ni me importó.