Tuesday, March 20, 2012

El envenenamiento de Pupú.





− ¡Se enveneno Pupú, se envenenó Pupú! - Gritó Mirta Corredera. Su voz chillona retumbó en el batey del Central Mercedes, penetró por las puertas, ventanas y hendijas de las viejas casas de madera, descascarando la reseca pintura y espabilando el olvido colgado de las telarañas desde los tiempos del Machadato. − ¡Se envenenó Pupú, se envenenó Pupú! - Gritaba mientras corría de un lado a otro, llevándose una mano a la desgreñada cabeza, con la otra, sujetaba un mugriento delantal de cocina a la altura del pecho. – Yo sabía que ese muchacho iba a cometer una barbaridad. - Dijo mi madre sin abandonar su faena hogareña. Yo di un salto, deje a un lado mi tarea de quinto grado y me calcé un par de tenis a toda prisa. 



Los problemas matrimoniales de Gilberto Crespo y Cira Grillo Cruz, comenzaron en el noviazgo, mucho antes de que Cira, ya casada, aceptara montar en el camión de volteo color rojo marca Chevrolet del año 1953 de Rafael Martínez. El viaje de Colón a Mercedes, incluyó una escala entre verdes y apacibles cañaverales. Dentro de la apretada y calurosa cabina, los cuerpos sudorosos y desnudos de Cira y Rafael se unieron en una danza lujuriosa, a ratos violenta, a ratos pausada, que empaño los vidrios y trucó los relojes.

Gilberto Crespo a quien todos apodaban Pupú, se acercaba a su cuarta década de vida, era un hombre fornido, de recortada estatura, velludo como un oso, de incipiente calvicie, honesto y trabajador. Con la ayuda de una de sus hermanas como mensajera, enamoró a Cira, ella desprovista de opciones, aceptó. El pidió permiso a los padres de la muchacha para visitarla. Cira era una guajirita delgada de apariencia tímida, mirada escurridiza y algo introvertida. Dos veces por semana, después de una larga jornada de trabajo, hacía el recorrido a pie, desde el Central Mercedes hasta la lejana casita de campo de su novia. Dos sillones de madera colocados en una esquina de la diminuta sala, fueron testigos de aquel noviazgo. Nada más llegar Pupú, recostaba arrobado la cabeza en el hombro de Cira, y a los pocos minutos se quedaba profundamente dormido. Sus ronquidos, imperceptibles al principio, iban ganando sonoridad, hasta convertirse en un estruendo insoportable, que hacía parpadear la luz de los quinqués y azoraba las gallinas dormidas desde temprano en las ramas de los frondosos atejes. Cira no solo soportaba aquel desafinado concierto, sino que cuidadosamente para no despertarlo, se cubría el hombro con una toallita, para que la baba de su novio no le empapara la pulcra blusa. Pupú pasó más tiempo en los brazos de Morfeo que en los de su amada.

Con sus propias manos, construyó una pequeña casa, la amuebló con tanto entusiasmo como mal gusto. Con una sencilla ceremonia celebraron la boda. Pupú era feliz, Cira no. Eran la comidilla del pueblo, según las malas, las buenas y las peores lenguas, Pupú era rudimentario en el arte de hacer el amor y como las desgracias no andan solas, era además, eyaculador precoz. Aquel primer viaje en el camión de Rafael fue el catalizador para una desgracia. Cansada de viajar a Colón varias veces por semana a encontrarse con su amante, Cira optó por quedarse en casa, donde ya era frecuente ver aparcado el camión rojo de Rafael.

Cuca, la vecina, parapetada detrás de sus espejuelos de marco oscuro y ventanas entreabiertas, con el corazón acelerado, escuchaba casi todas las tardes el festín de los amantes, - Grita como si la estuviesen matando. -Le comentaba a un grupo de vecinas chismosas que insistían en conocer los pormenores de aquellos encuentros.

− Es un gran amigo de la familia. Contestaba Pupú, cuando algún jodedor del pueblo le preguntaba maliciosamente por aquellas frecuentes visitas.

– Y tú, un perfecto tarrú. - Comentaban ellos a su espalda. Cira no logró, o no quiso soportarlo más y lo abandonó.

Era frecuente verlo en el barrio, de casa en casa, llorando como un niño, contando su infortunio y rogando a los vecinos para que intercedieran para que ella regresara a casa. Cira no solo se negó a regresar, le confesó a su mejor amiga detalles íntimos de aquel idilio, la gran diferencia entre su marido y su amante. − Con Rafael he aprendido para que me parieron. Dijo huérfana ya de pudor. Cambio su semblante, su carácter y hasta el modo de caminar, era, sin lugar a dudas, inmensamente feliz.

− Corran, corran-seguía gritando Mirta. Exhausto llegué al portal de la casa donde ya se agrupaba un gran número de vecinos. En sus rostros, en la conversación solemne y en los susurros se adivinaba la pesadumbre de la muerte. Empujado por la curiosidad, atravesé el umbral y me dirigí al grupo que dentro del cuarto rodeaba la cama. Asomé la cabeza entre los allí reunidos y la briza nocturna que entraba por la ventana trajo hasta mi un horrendo hedor a vomito y mierda. El cuarto presentaba un estado lamentable, sobre la rustica mesita de noche, un cenicero rebosado de colillas anunciaba una marca de cerveza ya desaparecida. Las manchadas cortinas, confeccionadas con sacos de harina, se mecían como espantadas de aquella nube fétida. Un calendario, colgado de un oxidado clavo, mostraba la fecha, martes 22 de marzo de 1966. De un tubo de metal, atado con alambres a las vigas del techo, colgaban en desarraigo las pocas prendas de vestir pertenecientes a Pupú. Desde un portarretrato enmarcado en calamina, una foto de Cira, lozana, joven y sonriente, era mudo testigo de aquella escena. Sobre la cama de estrujadas y percudidas sabanas, yacía el cuerpo inerte de Pupú, embarrado en una sustancia viscosa devenida de sus propios intestinos. Rebosados hasta la fina franja azul del borde superior, dos bacinillas de esmalte blanco obstruían el aseso al lateral de la cama.

Fueron necesarios seis hombres para levantar aquel desvanecido cuerpo y trasladarlo, a intervalos, del cuarto al comedor, del comedor a la sala, de la sala al portal y del portal al auto de alquiler que esperaba en el oscuro callejón. A duras penas lograron introducirlo en el asiento posterior. Casi en puntica de pies yo observaba por la ventana del auto el cuerpo inerte tirado a la larga. Lo vi abrir un ojo, abrir el otro, sacar el brazo derecho que le había quedado doblado bajo el peso del cuerpo. Aquella posición inicial era muy incómoda para dar el viaje de 15 kilómetros hasta Colón. − ¡Está vivo, está vivo!- Grite a todo pulmón. Después de proferir un: − ¡Ay María Santísima! Mirta Corredera sufrió un desmayo, víctima de la desnutrición, más que de los nervios.

El auto partió, veloz, dejando la multitud envuelta en una nube de polvo, sombras nocturnas, esperanzas y conjeturas.

Las investigaciones de los médicos y las realizadas en el lugar de los hechos por amigos y vecinos, corroboraron lo que muchos sospechaban, todo había sido un simulacro. Un purgante de Palma Christi y un leve enjuague bucal con mata rata, fue lo que utilizo Gilberto Crespo para atentar contra su vida. Esa misma noche, Pupú fue dado de alta del Hospital de Colón y regresó a casa. Cira jamás regresó.





 




 
 



 










































































































































































































































































































 
 
 
 
 
 
 

 
 

 
 


 


 





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