Una débil luz mal iluminaba el portal y se derramaba con tristeza sobre el pequeño jardín formando una media luna color ámbar frente a la casa. Troncos, tallos, ramas, hojas y flores parecían marchitas bajo el baño de la tenue iluminación causada por el pobre voltaje. Todo, parecía a punto de morir, menos aquella esfera blanca, reluciente, casi fosforescente que servía de cantero a una florecida mata de marpacifico. La reconocí inmediatamente. Era una goma de tractor, una goma delantera de desecho del tractor de mi padre, goma que yo utilizaba como juguete haciéndola rodar cuesta abajo por el callejón de la finca La Esperanza donde vivíamos. Era mí goma.
Me encontraba, en compañía de mis padres, de visita en la casa propiedad de mis tíos Juana María Grillo (Quirita) y Sebastián Amaya a unos trescientos metros de nuestra casa en el camino que conducía a finca La Esperanza propiedad de la familia Grillo. La casa que visitábamos era utilizada por mis tíos sólo en tiempo de zafra, época en que Amaya trabajaba como puntista en el central Mercedes. El resto del año residían en La Habana. Mi tía Quirita y mi prima Mercy habían venido de La Habana para pasar la fiestas de fin de año en familia. Mercy mi prima vio la goma tirada en la cuneta del callejón y se la llevó a casa, la pintó de blanco y la colocó en el jardín formando un círculo alrededor del tronco de la mata. No sabía ella que aquella era “la goma de Miguelito” mi goma, la que todos respetaban, no importaba si
permanecía abandonada, tirada en el camino por varios días o semanas.
La alegría que siempre me producía la llagada de mi prima habanera, con su elegancia, su hablar, actuar y comportamiento tan distinto, se esfumó y en su lugar me invadió la ira. Entramos en la casa y sin saludarla le reclamé la goma. -Me la encontré botada y es mía- me contestó con firmeza. Argumenté todo lo que pude, con la capacidad de un crió de siete años, pero no lo suficiente para convencer a mi prima que me doblaba la edad. Al marcharnos tarde en la noche, volví a mirar mi goma en el jardín y en silencio juré tomar venganza.
Vigilé a Mercy hasta que una tarde desde mi patio la vi jugar con sus amiguitas del barrio y con nuestra prima Kenia, habanera y de visita en la finca también, en el callejón frente a mi casa. Se sentaron en la yerba al borde del camino. Mercy recostó la cabeza en la maya que servía de cerca perimetral a nuestro patio. Me acerqué como un lobo a su presa, introduje ambas manos por los cuadros que formaban la maya, le agarré el cabello y tiré con todas mis fuerzas. La cabeza se le estrelló contra los alambres, yo coloqué ambos pies contra la parte interior de la cerca y halé con todas mis fuerzas. Los chillidos que emitía mi prima, los gritos de Kenia y sus amiguitas no satisfacían mi sentimiento de venganza. Caí como en un trance y no la soltaba. La algarabía hizo que medio barrio saliera a ver que sucedía, incluyendo a mi madre. Ni los gritos y cocotazos que me propinó Carmita, ni los ruegos y promesas de perdón eterno, ni las mordidas que no recuerdo quien me dio en los brazos me hacían soltarla. Hasta que no la oí decir tres veces que la goma era mía, no la solté. Recuerdo haberme quedado con dos mechones de cabellos en las manos. Aquella bronca fue insignificante comparada con la que recibí de mis padres acompañada de un severo castigo. En aquel momento la satisfacción de la venganza bien valió el precio a pagar. Días después con la ayuda de un primo mayor y con Mercy de regreso a La Habana recupere la goma.
Lo que nunca he recuperado es la paz total. Me acompaña un sentimiento de pena por aquel infantil pero barbárico proceder. Cincuenta y siete años después de aquel neumático incidente se redobla en mi el arrepentimiento. Mi prima Mercy hoy cumple una semana en casa, después de pasar ocho días en el hospital recuperándose del coronavirus. Anda devil y demacrada. Tengo muchos deseos de verla, abrazarla y darle un beso. Quizás entonces se me quite este malestar que tengo en la cabeza, como si alguien me tirara del cabello, desde que ella cayó enferma. Pero lo que más me entusiasma es ver su reacción, su cara cuando vea la goma de tractor pintada de blanco que le tengo lista como regalo. I love you Mercy!