−
Deje caer tres o cuatro granos en el fondo del surco, solo tres o cuatro
granos, si dejas caer más y nacen muchas plantas se afecta la polinización. Con
el pie derecho échele tierra encima y con el pie izquierdo termine de
cubrirlos, de medio paso y repita la operación.
Aún
recuerdo las precisas instrucciones de como sembrar frijoles, que me dio mi
padre aquella luminosa mañana en la finca La Esperanza.
José
Miguel Grillo Martin le imponía un enorme peso a sus órdenes al tratarme de
usted.
− ¿Entendió?
− Si, entendí − respondí y repetí verbal y físicamente la operación, para quitarme al profesor de encima.
− Cuando se acaben las semillas de la mochila, en aquel saco hay más − y señaló un enorme saco a la sombra de un almácigo. Y agregó. −Yo sembraré al otro lado del campo de maíz y a las doce regresaré para almorzar.
− ¿Entendió?
− Si, entendí − respondí y repetí verbal y físicamente la operación, para quitarme al profesor de encima.
− Cuando se acaben las semillas de la mochila, en aquel saco hay más − y señaló un enorme saco a la sombra de un almácigo. Y agregó. −Yo sembraré al otro lado del campo de maíz y a las doce regresaré para almorzar.
El
campo recién arado tenía aproximadamente una hectárea. El roció de la mañana
brillaba sobre la fértil tierra colorada y comenzaba a evaporarse con los
primeros rayos del sol. El primer surco me pareció un paseo, el segundo se me
hizo más largo y en el tercero comenzó mi calvario. La mochila, o jolongo, una
bolsa pequeña donde se cargaban las semillas, confeccionada de saco de yute,
con una tira larga para colgarla del hombro, se me incrustaba en el cuello, produciéndome
una incesante picazón. El Sol se había despegado del horizonte y sus rayos me producían
las primeras gotas de sudor. Las botas se habían impregnado de la húmeda y
pegajosa tierra colorada y pesaban una tonelada. Perdí la cuenta de las horas y
los surcos. Levanté la mirada y miré al Sol por unos instantes, estaba alto, intenso,
cuando bajé la mirada no vi surcos ni tierra, un danza de animales salvajes, como
salidos de una película se movían a mi alrededor en un espejismo digno de un
naufrago. En la lejanía, sobre el campo de maíz, divisé la figura difusa de mi
padre, ágil, incansable, sembrando a la velocidad de una maquina. Recobré el
aliento y no quise ser menos que él. Di medio paso y entre mis sudados y
cansados dedos se me escaparon una, dos, tres, seis, ocho, un chorrito de negras
semillas, con el pie derecho las cubrí y con el izquierdo termine la operación,
medio paso y otro chorro de semillas, pie derecho, pie izquierdo y medio paso…
No
recuerdo cuando ni que almorzamos. Más agobiante aún fue la faena de la tarde.
El Sol me aperreaba la espalda y el sudor me ardía en los ojos. Maldije la hora
en que me brinde para ayudar a mi padre. La mochila y las piernas pesaban más
que la vergüenza y las instrucciones. Un chorro de semillas, pie derecho,
izquierdo, medio paso, y al carajo. Solo pensaba en terminar y no regresar
jamás a aquél campo. El viejo Grillo terminó su parcela, vino y me ayudó a
terminar la mía. De regreso a lomo de caballo, oí a mi padre agradecerme el
esfuerzo y la ayuda.
Una
semana después mi nombre en el tono fuerte de su voz, hizo temblar los
cimientos de la casa. Algo andaba mal, muy mal, y yo no sabía qué.
−Vístase
y venga conmigo inmediatamente.
Supe
que nos encaminábamos hacia las parcelas de cultivo. Desde la altura del
caballo, escapé mentalmente fijando la vista en el suelo, la yerba pasaba como
una ondulante alfombra verde bajo nosotros. El viaje fue en total silencio, armonizado
solo por los cascos del caballo sobre el suelo y los bellos sonidos naturales
que emite el campo cubano. Algo andaba mal, muy mal y yo no sabía qué.
−Desmóntese.
Hoy usted va a aprender que cuando yo le digo algo es por una razón.
Me
desmonté del caballo y me quedé parado al borde del campo donde una semana
antes había realizado mi primera siembra de frijoles. Las semillas habían germinado.
−
Cuente cuantas posturas hay en esos surcos.
Titubeé
por unos segundos, intentando prolongar el desenlace final, pero la voz apremiante
del viejo Miguel volvió a repetir.
− Cuente cuantas posturas hay en esos surcos.
Comencé
a contar, una, dos, tres… Seis, diez, doce… En algunos plantones conté hasta
veinte posturas.
−
¿Recuerdas cuantas semilla te dije que sembraras?
−
Si.
−
¿Cuántas?
−
Tres o cuatro.
−
¡Bien! Pues ahora empiece por el primer surco, plantón por plantón, arranque
con mucho cuidado el exceso de posturas y deje solo cuatro en cada grupo – lo dijo
sin gritar, sin grandes aspavientos, con el poder de la razón y la palabra y se
marchó.
Lo
vi alejarse, cuando viejo y bestia eran un punto en la lejanía, o la miasma
cosa en mi sentimiento, me dejé caer boca arriba entre dos surcos, miré al
cielo, un desfile de presurosas nubes blancas sobre un profundo fondo azul parecían
huir de mi tragedia. Tuve ganas de gritar, llorar, patear, pero me contuve, recordé
las instrucciones de mi Padre y supe que el único culpable había sido yo. Allí
me pasé dos días consecutivos, en cuatro patas, gateando de surco en surco, eliminando
las plantas sobrantes hasta dejar las cuatro requeridas.
Han
pasado más de cincuenta años desde aquella luminosa mañana en la finca La
Esperanza. ¡Más de medio siglo! Aun conservo el recuerdo, la lección aprendida
y la costumbre de apartar uno a uno los granos del caldo en cada potaje de
frijoles negros que me como.
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