− ¡Se enveneno Pupú, se envenenó Pupú! -
Gritó Mirta Corredera. Su voz chillona retumbó en el batey del Central
Mercedes, penetró por las puertas, ventanas y hendijas de las viejas casas de
madera, descascarando la reseca pintura y espabilando el olvido colgado de las
telarañas desde los tiempos del Machadato. − ¡Se envenenó Pupú, se envenenó
Pupú! - Gritaba mientras corría de un lado a otro, llevándose una mano a la
desgreñada cabellera, mientras que con la otra, sujetaba un mugriento delantal de cocina a la
altura del pecho. – Yo sabía que ese muchacho iba a cometer una barbaridad. -
Dijo mi madre sin abandonar su faena hogareña. Yo di un salto, dejé a un lado
mi tarea de quinto grado y me calcé un par de tenis a toda prisa.
Los problemas
matrimoniales de Gilberto Crespo y Cira Grillo Cruz, comenzaron en el noviazgo,
mucho antes de que Cira, ya casada, aceptara montar en el camión de volteo
color rojo marca Chevrolet del año 1953 de Rafael Martínez. El viaje de Colón a
Mercedes, incluyó una escala entre verdes y apacibles cañaverales. Dentro de la
apretada y calurosa cabina, los cuerpos sudorosos y desnudos de Cira y Rafael
se unieron en una danza lujuriosa, a ratos violenta, a ratos pausada, que
empañó los vidrios y trucó los relojes.
Gilberto Crespo a
quien todos apodaban Pupú, se acercaba a su cuarta década de vida, era un
hombre fornido, de recortada estatura, velludo como un oso, de incipiente
calvicie, honesto y trabajador. Con la ayuda de una de sus hermanas como mensajera,
enamoró a Cira, ella desprovista de opciones, aceptó. Él pidió permiso a los
padres de la muchacha para visitarla. Cira era una guajirita delgada de
apariencia tímida, mirada escurridiza y algo introvertida. Dos veces por
semana, después de una larga jornada de trabajo, hacía el recorrido a pie,
desde el Central Mercedes hasta la lejana casita de campo de su novia. Dos
sillones de madera colocados en una esquina de la diminuta sala, fueron
testigos de aquel noviazgo. Nada más llegar Pupú, recostaba arrobado la cabeza
en el hombro de Cira, y a los pocos minutos se quedaba profundamente dormido.
Sus ronquidos, imperceptibles al principio, iban ganando sonoridad, hasta
convertirse en un estruendo insoportable, que hacía parpadear la luz de los
quinqués y azoraba las gallinas dormidas desde temprano en las ramas de los
frondosos atejes. Cira no solo soportaba aquel desafinado concierto, sino que
cuidadosamente para no despertarlo, se cubría el hombro con una toallita, para
que la baba de su novio no le empapara la pulcra blusa. Pupú pasó más tiempo en
los brazos de Morfeo que en los de su amada.
Con sus propias
manos, construyó una pequeña casa, la amuebló con tanto entusiasmo como mal
gusto. Con una sencilla ceremonia celebraron la boda. Pupú era feliz, Cira no.
Eran la comidilla del pueblo, según las malas, las buenas y las peores lenguas,
Pupú era rudimentario en el arte de hacer el amor y como las desgracias no
andan solas, era además, eyaculador precoz. Aquel primer viaje en el camión de
Rafael fue el catalizador para una desgracia. Cansada de viajar a Colón varias
veces por semana a encontrarse con su amante, Cira optó por quedarse en casa,
donde ya era frecuente ver aparcado el camión rojo de Rafael.
Cuca, la vecina,
parapetada detrás de sus espejuelos de marco oscuro y ventanas entreabiertas,
con el corazón acelerado, escuchaba casi todas las tardes el festín de los
amantes, - Grita como si la estuviesen matando. -Le comentaba a un grupo de
vecinas chismosas que insistían en conocer los pormenores de aquellos
encuentros.
− ¡Es un gran
amigo de la familia! Contestaba Pupú, cuando algún jodedor del pueblo le
preguntaba maliciosamente por aquellas frecuentes visitas.
– Y tú, un
perfecto tarrú. - Comentaban ellos a su espalda. Cira no logró, o no quiso
soportarlo más y lo abandonó.
Era frecuente
verlo en el barrio, de casa en casa, llorando como un niño, contando su
infortunio y rogando a los vecinos para que intercedieran para que ella
regresara a casa. Cira no solo se negó a regresar, le confesó a su mejor amiga
detalles íntimos de aquel idilio, la gran diferencia entre su marido y su
amante. − Con Rafael he aprendido para que me parieron. Dijo huérfana ya de
pudor. Cambio su semblante, su carácter y hasta el modo de caminar, era, sin
lugar a dudas, inmensamente feliz.
− Corran,
corran-seguía gritando Mirta. Exhausto llegué al portal de la casa donde ya se
agrupaba un gran número de vecinos. En sus rostros, en la conversación solemne
y en los susurros se adivinaba la pesadumbre de la muerte. Empujado por la
curiosidad, atravesé el umbral y me dirigí al grupo que dentro del cuarto
rodeaba la cama. Asomé la cabeza entre los allí reunidos y la brisa nocturna
que entraba por la ventana trajo hasta mí un horrendo hedor a vómito y mierda.
El cuarto presentaba un estado lamentable, sobre la rustica mesita de noche, un
cenicero rebosado de colillas anunciaba una marca de cerveza ya desaparecida.
Las manchadas cortinas, confeccionadas con sacos de harina, se mecían como
espantadas de aquella nube fétida. Un calendario, colgado de un oxidado clavo,
mostraba la fecha, martes 22 de marzo de 1966. De un tubo de metal, atado con
alambres a las vigas del techo, colgaban en desarraigo las pocas prendas de
vestir pertenecientes a Pupú. Desde un portarretrato enmarcado en calamina, una
foto de Cira, lozana, joven y sonriente, era mudo testigo de aquella escena.
Sobre la cama de estrujadas y percudidas sabanas, yacía el cuerpo inerte de
Pupú, embarrado en una sustancia viscosa devenida de sus propios intestinos. Rebosados
hasta la fina franja azul del borde superior, dos bacinillas de esmalte blanco
obstruían el acceso al lateral de la cama.
Fueron necesarios
seis hombres para levantar aquel desvanecido cuerpo y trasladarlo, a
intervalos, del cuarto al comedor, del comedor a la sala, de la sala al portal
y del portal al auto de alquiler que esperaba en el oscuro callejón. A duras
penas lograron introducirlo en el asiento posterior. Casi en puntica de pies yo
observaba por la ventana del auto el cuerpo inerte tirado a la larga. Lo vi
abrir un ojo, abrir el otro, sacar el brazo derecho que le había quedado
doblado bajo el peso del cuerpo. Aquella posición inicial era muy incómoda para
dar el viaje de 15 kilómetros hasta Colón. − ¡Está vivo, está vivo!- Grité a
todo pulmón. Después de proferir un: − ¡Ay María Santísima! Mirta Corredera
sufrió un desmayo, víctima de la desnutrición, más que de los nervios.
El auto partió,
veloz, dejando la multitud envuelta en una nube de polvo, sombras nocturnas,
esperanzas y conjeturas.
Las
investigaciones de los médicos y las realizadas en el lugar de los hechos por
amigos y vecinos, corroboraron lo que muchos sospechaban, todo había sido un
simulacro. Un purgante de Palma Christi y un leve enjuague bucal con mata rata,
fue lo que utilizó Gilberto Crespo para atentar contra su vida. Esa misma
noche, Pupú fue dado de alta del Hospital de Colón y regresó a casa. Cira jamás
regresó.