Sunday, June 14, 2015

El día que dejé la escuela.



-El lunes no voy a la escuela- lo dije con la convicción de un cura franciscano. Era una sofocante tarde de un sábado de abril. Yo cursaba el sexto grado en la escuela José Abrines del central Mercedes.  

Mi madre me miró con una sonrisa lánguida y agregó: – Déjese de locuras y báñese, que estás hecho un asco. Había regresado de un partido de pelota manigüero y mi humanidad necesitaba un aseo con urgencia.

− ¿Locuras?, no son locuras, no voy más. Aquello es una pérdida de tiempo.

− Mira muchacho, tú no querrás que yo le diga eso a Miguel.

Mi madre se refería a Miguel, mi padre, que tenía fama de resolver asuntos como aquél de una forma rápida y terminante.

− Pues díselo. Yo quiero trabajar en la finca- le dije con autoridad.

Para mí, un crío de doce años, trabajar en la finca significaba inspeccionar el ganado vacuno a lomo de caballo, desparasitarlo y marcarlo con el hierro en los corrales, transportarlo por tierra de un sitio a otro, y asistir a alguna cría en peligro. Montero se le llamaba a aquella profesión y ser montero era mi sueño. Eso de andar en un brioso corcel, desprenderse en una larga carrera y enlazar una res, era algo que muchos solo habían visto en películas. Yo lo había experimentado desde pequeño.

En la noche de sábado para domingo, escuché el cuchicheo de mi madre. Sus palabras me llegaban en débiles oleadas a través de las paredes. Escuché “el niño”, ese era yo, oí “la escuela” y oí ‘la finca”. No tenía que oír nada más; el tema éramos yo y mi decisión. Lo que más me extrañó fue no oír un exabrupto de mi padre. Su voz me llegó potente y clara cuando le dijo a mi madre:

-Ah, pues está bien.  

La mañana del domingo amaneció luminosa y despejada. Tan despejada como despejada estaba mi mente de dudas. Aquella había sido mi última semana en la escuela, el lunes galoparía mi potro por los potreros bañados de rocío. Yo sería una suerte de Roy Rogers criollo. Pasé la mayor parte del día preparando el equipo. Montura, paños, bridas, jáquima, freno y espuelas recibieron una cuidadosa limpieza y esmerado lustre.

Esa tarde vi a mi padre laborando en su taller de carpintería, una casita de madera y techo de zinc que servía a la vez de almacén y garaje para el tractor. Me acerqué y resueltamente le pregunté.

− ¿Mami habló contigo?

−Sí- me contestó a secas.

Me percaté que trabajaba en una pieza de madera larga y redonda, algo así como el cabo de algún implemento agrícola. Se esmeraba en pulir su superficie.

− ¿Necesitas ayuda?- le pregunté. Aquella espontánea voluntariedad mía no era otra cosa que deseos de saber el estado de ánimo del viejo Grillo ante mi decisión.

−No - fue todo lo que dijo. Y siguió su labor.

A las cuatro y media de la mañana del lunes la mano de mi madre me sacó de un profundo sueño.

−Migue, Migue, despiértate, tu padre te está esperando.

-¡Qué noche más corta!- pensé.

Casi dormido me lavé la cara y la boca y me puse mi ropa de trabajo. En la cocina me esperaban el desayuno, mi padre y ella. Mi padre sentado a la mesa. Ella recostada a la pared, su figura esbelta, brillosa y reluciente parecía una obra de arte… de hecho lo era, era la obra de arte que mi padre había manufacturado durante toda la tarde del domingo. Una guataca de un tamaño perfecto para un muchacho de doce años. Entonces el viejo habló.

−Me dijo Carmela que usted no quiere ir más a la escuela, que prefiere trabajar en la finca. Termine su desayuno, coja la guataca y sígame.

Desayuné rápido, aun así tuve tiempo de comprender que aquello no estaba saliendo como yo pensaba. Por la ventana vi a mi padre esperando, montado en su caballo y vi el mío ensillado y listo. Me despedí de mi madre advirtiendo en su mirada una gran compasión, cogí mi guataca y salí al encuentro con aquella suerte de Rey Salomón a caballo. Habló, solo cuando llegamos a un inmenso campo de maíz recién germinado.

− Guataquear este campo es tu trabajo. Al mediodía tu madre te traerá el almuerzo y yo te recogeré por la tarde. Y añadió, como una sentencia.−Un trabajador mediocre puede hacer cincuenta surcos en una jornada…

Y me dejó allí, guataca al hombro, un litro de agua y sin caballo. La tierra colorada estaba algo húmeda, se pegaba a la hoja de metal de la guataca, haciéndola extremadamente pesada. Cuando el sol de la finca La Esperanza comenzó a calentar yo tenía medio surco hecho y cuatro ampollas en las manos. Imaginé que eran las doce, el sol estaba en su cenit con intenciones de derretirme la espalda, cuando vi a mi madre llegar con el almuerzo. No hablé mucho, solo comí y descansé un rato. Mi madre lloraba desconsoladamente. Antes de marcharse me entregó una hoja de machete viejo y un par de guantes.    

–Dice tu padre que esto te va a ayudar, que el machete lo uses para limpiar la guataca.

La tarde fue infernal. Las gotas de sudor me cegaban y las manos llagadas me ardían dentro de los guantes. Los surcos se me trocaban en una danza de hileras verdes. Una pequeña llovizna tropical, insuficiente para abandonar el trabajo, refrescó la tarde pero humedeció aún más la tierra. Cuatro o cinco guatacazos y a limpiar la hoja. No supe cuando llegaron, el silbido inconfundible de mi padre me sacó del letargo. Era tarde, yo era una bola de fango, la ropa empapada se me pegaba a la piel y apenas tuve fuerzas para montar en mi caballo y regresar a casa. Vi a mi padre inspeccionando el trabajo, contando los surcos, creo que dijo “no está mal” pero a mí no me importaba nada. Por el camino no hablamos ni una palabra.

Mi madre me esperaba con el baño listo y un fricasé de pollo que me supo a gloria. Después de cenar me tiré en la cama y me quedé profundamente dormido. Me parecieron cinco minutos, la suave mano de Carmita me acarició la cara y la oí decir:

−Vamos mijo, tu padre te está esperando.

− ¿Qué hora es?- pregunté incrédulo.

−Las cuatro y media de la mañana- me dijo mi madre, con la voz quebrada por la emoción.

−Mami, yo voy a ir para la escuela- dije y cerré los ojos para escapar de aquella pesadilla.

Semidormido oí el diálogo en la cocina, mi madre le informaba a mi padre mi decisión. Sentí los pasos de mi padre acercarse a mi cama. Me hice el dormido, su mano se aferró fuertemente a mi antebrazo, sus labios se posaron en mi frente en la forma de un fuerte beso. Y me dijo.

−Felicidades mi hijo, esa en una decisión muy inteligente. 

Y lloré.

Sunday, June 7, 2015

Caroline Grillo


Quede un poco aturdido cuando Rebeca me dijo que sería una hembra. Después de tres varones, me había acostumbrado a la idea de que este cuarto y probablemente último embarazo sería un varón también. La realidad me llegó con más fuerza un veinte de enero, hacen precisamente  veinte años, me llegó en forma de un bultico de azules sabanas de hospital, que contenían una carita redonda y un cuerpecito embarrado en esas sustancias en las que llegan embarrados los bebes.

Pronto se convirtió en una niña bella. Rebeca y yo tuvimos que negarnos en incontables ocasiones a las proposiciones para que compitiera en certámenes de belleza infantil. Solo cuando fue lo suficientemente madura para tomar sus decisiones firmó con una agencia de modelaje profesional. Llevar una carrera universitaria  a la par de una carrera de modelaje no es asunto fácil, ella lo ha logrado. En apenas dos años y medio obtendrá su Bachelor’s degree, algo que toma normalmente cuatro años de estudios y nos llena de orgullo. La belleza puede ser, en efecto es pasajera, la sabiduría es eterna.



Hoy celebraremos en compañía de sus amigos una fiesta de despedida. Caroline Grillo, aquel frágil cuerpecito que me entregaran envuelto en azules sabanas de hospital, carita redonda y cuerpecito embarrado en esas sustancias en las que llegan embarrados los bebes, marcha en busca de sus sueños a la ciudad de New York. No me es fácil expresar el estado de ánimo que me embarga. Tengo la tranquilidad que Rebeca y yo le hemos echado en el equipaje, el equipaje del alma, todo lo que necesita para ser feliz y triunfar.



La semana pasada nos embarcamos toda la familia, navegamos por mis rincones favoritos del Caribe. Disfrutamos la compañía de este rebaño de seres humanos que hemos tenido la fortuna de ver crecer. Mirando la puesta del Sol sobre la baranda de nuestro camarote le dije a Rebeca lo orgulloso que me sentía de nuestros hijos, Alejandro, Michael, Gregory y Caroline son mi extensión de vida y mi gran fortuna. Me llena de regocijo verlos volar con sus propias alas, nosotros apenas somos la guía temporal y un trecho del camino. El futuro es de ellos.


Y les confieso algo, aquí en la “intimidad” de este medio social: Gracias a DIOS por este inigualable privilegio, gracias a María y a Rebeca por habérmelos parido, gracias  a la vida que me ha dado tanto. Buen viaje Michi, suerte y te quiero y admiro mucho.