-El lunes no voy a la escuela- lo dije con la
convicción de un cura franciscano. Era una sofocante tarde de un sábado de
abril. Yo cursaba el sexto grado en la escuela José Abrines del central
Mercedes.
Mi madre me miró con una sonrisa lánguida y agregó: –
Déjese de locuras y báñese, que estás hecho un asco. Había regresado de un partido de pelota manigüero y mi
humanidad necesitaba un aseo con urgencia.
− ¿Locuras?, no son locuras, no voy más. Aquello es
una pérdida de tiempo.
− Mira muchacho, tú no querrás que yo le diga eso a
Miguel.
Mi madre se refería a Miguel, mi padre, que tenía fama
de resolver asuntos como aquél de una forma rápida y terminante.
− Pues díselo. Yo quiero trabajar en la finca- le dije
con autoridad.
Para mí, un crío de doce años, trabajar en la finca
significaba inspeccionar el ganado vacuno a lomo de caballo, desparasitarlo y
marcarlo con el hierro en los corrales, transportarlo por tierra de un sitio a
otro, y asistir a alguna cría en peligro. Montero se le llamaba a aquella
profesión y ser montero era mi sueño. Eso de andar en un brioso corcel,
desprenderse en una larga carrera y enlazar una res, era algo que muchos solo
habían visto en películas. Yo lo había experimentado desde pequeño.
En la noche de sábado para domingo, escuché el
cuchicheo de mi madre. Sus palabras me llegaban en débiles oleadas a través de
las paredes. Escuché “el niño”, ese era yo, oí “la escuela” y oí ‘la finca”. No
tenía que oír nada más; el tema éramos yo y mi decisión. Lo que más me extrañó
fue no oír un exabrupto de mi padre. Su voz me llegó potente y clara cuando le
dijo a mi madre:
-Ah, pues está bien.
La mañana del domingo amaneció luminosa y despejada.
Tan despejada como despejada estaba mi mente de dudas. Aquella había sido mi
última semana en la escuela, el lunes galoparía mi potro por los potreros
bañados de rocío. Yo sería una suerte de Roy Rogers criollo. Pasé la mayor
parte del día preparando el equipo. Montura, paños, bridas, jáquima, freno y
espuelas recibieron una cuidadosa limpieza y esmerado lustre.
Esa tarde vi a mi padre laborando en su taller de
carpintería, una casita de madera y techo de zinc que servía a la vez de
almacén y garaje para el tractor. Me acerqué y resueltamente le pregunté.
− ¿Mami habló contigo?
−Sí- me contestó a secas.
Me percaté que trabajaba en una pieza de madera larga
y redonda, algo así como el cabo de algún implemento agrícola. Se esmeraba en
pulir su superficie.
− ¿Necesitas ayuda?- le pregunté. Aquella espontánea
voluntariedad mía no era otra cosa que deseos de saber el estado de ánimo del
viejo Grillo ante mi decisión.
−No - fue todo lo que dijo. Y siguió su labor.
A las cuatro y media de la mañana del lunes la mano de
mi madre me sacó de un profundo sueño.
−Migue, Migue, despiértate, tu padre te está
esperando.
-¡Qué noche más corta!- pensé.
Casi dormido me lavé la cara y la boca y me puse mi
ropa de trabajo. En la cocina me esperaban el desayuno, mi padre y ella. Mi
padre sentado a la mesa. Ella recostada a la pared, su figura esbelta, brillosa
y reluciente parecía una obra de arte… de hecho lo era, era la obra de arte que
mi padre había manufacturado durante toda la tarde del domingo. Una guataca de
un tamaño perfecto para un muchacho de doce años. Entonces el viejo habló.
−Me dijo Carmela que usted no quiere ir más a la
escuela, que prefiere trabajar en la finca. Termine su desayuno, coja la
guataca y sígame.
Desayuné rápido, aun así tuve tiempo de comprender que
aquello no estaba saliendo como yo pensaba. Por la ventana vi a mi padre
esperando, montado en su caballo y vi el mío ensillado y listo. Me despedí de
mi madre advirtiendo en su mirada una gran compasión, cogí mi guataca y salí al
encuentro con aquella suerte de Rey Salomón a caballo. Habló, solo cuando
llegamos a un inmenso campo de maíz recién germinado.
− Guataquear este campo es tu trabajo. Al mediodía tu
madre te traerá el almuerzo y yo te recogeré por la tarde. Y añadió, como una
sentencia.−Un trabajador mediocre puede hacer cincuenta surcos en una jornada…
Y me dejó allí, guataca al hombro, un litro de agua y
sin caballo. La tierra colorada estaba algo húmeda, se pegaba a la hoja de
metal de la guataca, haciéndola extremadamente pesada. Cuando el sol de la
finca La Esperanza comenzó a calentar yo tenía medio surco hecho y cuatro
ampollas en las manos. Imaginé que eran las doce, el sol estaba en su cenit con
intenciones de derretirme la espalda, cuando vi a mi madre llegar con el
almuerzo. No hablé mucho, solo comí y descansé un rato. Mi madre lloraba desconsoladamente.
Antes de marcharse me entregó una hoja de machete viejo y un par de guantes.
–Dice tu padre que esto te va a ayudar, que el machete
lo uses para limpiar la guataca.
La tarde fue infernal. Las gotas de sudor me cegaban y
las manos llagadas me ardían dentro de los guantes. Los surcos se me trocaban
en una danza de hileras verdes. Una pequeña llovizna tropical, insuficiente
para abandonar el trabajo, refrescó la tarde pero humedeció aún más la tierra.
Cuatro o cinco guatacazos y a limpiar la hoja. No supe cuando llegaron, el
silbido inconfundible de mi padre me sacó del letargo. Era tarde, yo era una
bola de fango, la ropa empapada se me pegaba a la piel y apenas tuve fuerzas
para montar en mi caballo y regresar a casa. Vi a mi padre inspeccionando el
trabajo, contando los surcos, creo que dijo “no está mal” pero a mí no me
importaba nada. Por el camino no hablamos ni una palabra.
Mi madre me esperaba con el baño listo y un fricasé de
pollo que me supo a gloria. Después de cenar me tiré en la cama y me quedé
profundamente dormido. Me parecieron cinco minutos, la suave mano de Carmita me
acarició la cara y la oí decir:
−Vamos mijo, tu padre te está esperando.
− ¿Qué hora es?- pregunté incrédulo.
−Las cuatro y media de la mañana- me dijo mi madre,
con la voz quebrada por la emoción.
−Mami, yo voy a ir para la escuela- dije y cerré los
ojos para escapar de aquella pesadilla.
Semidormido oí el diálogo en la cocina, mi madre le
informaba a mi padre mi decisión. Sentí los pasos de mi padre acercarse a mi
cama. Me hice el dormido, su mano se aferró fuertemente a mi antebrazo, sus
labios se posaron en mi frente en la forma de un fuerte beso. Y me dijo.
−Felicidades mi hijo, esa en una decisión muy
inteligente.
Y lloré.