Me desperté,
o mejor dicho, me despertó, el incesante ajetreo de mis revoltosas tripas demandando
algo de comida. No sabía qué hora era, traté de orientarme en la oscuridad de
aquel pequeño apartamento. Desde mi colchoneta tirada en el piso, divisé los pequeños
estantes que en una esquina de aquellas cuatro paredes conformaban la cocina y pensé
en una lata de leche condensada que había abierto aquella tarde. Era el verano
del año 1969 y estábamos de vacaciones.
Mi cuñado había rentado a unos conocidos un pequeño apartamento que ocupábamos en
la segunda avenida y la cuarenta calle en la playa de Varadero, a escasas
cuadras del mar. Aquella madrugada había
sido precedida de un día entero de playa. El mar tenía la peculiaridad de abrirme
el apetito, con trece años y extrema delgadez, mi voracidad era comparable con
la de un elefante.
Me
incorporé y sin encender la luz fui salteando los obstáculos que se interponían
en mi camino. Los colchoncitos donde dormían mis pequeños sobrinos, una mesita
con cuatro sillas y lo peor, un ventilador de fabricación casera sin protección
en las paletas, que era capaz de decapitar a un dinosaurio.
Al fin llegué
hasta la cocina, abrí con cuidado la puerta del pequeño gabinete y las viejas
bisagras se quejaron con intención de despertar a todo el vecindario. A tientas
encontré la lata. Todos dormían. Buscar un vaso o cuchara era imposible en
aquella oscuridad, así que me llevé la lata directamente a la boca y succione a
través del hueco en forma de triangulo hecho por el abrelatas el espeso y dulce
néctar. Sentí el agradable sabor, pero algo impedía el libre flujo del
contenido, succione con más fuerza y un objeto extraño, extremadamente amargo junto
con partículas que pinchaban mi lengua se me trabó en la garganta. No me quedo más
remedio que encender la luz. Dando arqueadas escupí sobre la pequeña mesita un
ala y unas paticas. El resto estaba aun allí, trabado en el hueco en forma
de triangulo hecho por el abrelatas, era el brilloso y reluciente culo de una
cucaracha.