Cuando Margarita Pereira, vecina de la finca La Esperanza, permutó su casa de techo de zinc y paredes de madera, por una localizada en centro del batey del Central Mercedes, (6 de Agosto) sus antiguos vecinos se preocuparon y no sin razón. La nueva propietaria y vecina del callejón donde todos convivíamos en armonía, era Chicha, una corpulenta mujer de la raza negra, con un extenso repertorio de peleas y conflictos, a la que sus antiguos vecinos del Central vieron partir con agrado.
Yo, un crío once años, visitaba con frecuencia la casa contigua a la nueva residencia de Chicha. Allí vivían Eloida y Román Mesa padres de Juan Carlos, mi compañero de juegos y fechorías. Juntos, espiábamos a la nueva vecina, la que invariablemente, al sorprendernos, nos espantaba con un rosario de blasfemias.
Fue Juan Carlos el que me avisó.
− Tienes que conocer a Rafael, el nieto de Chicha que llegó ayer de La Habana. Viene a pasar las vacaciones.
Y lo conocí. Rafael, era un mulatico de nuestra edad, espigado, atlético, resuelto, de aire distinto. Una gran diferencia se le notaba al visitante, residente capitalino, andando entre nosotros, un bando de guajiros semi salvajes. Pronto me convertí, o intente convertirme, en su instructor en asuntos campestres. Pero Rafael era hábil, muy hábil. Era además jactancioso, prepotente y guapetón. Nos hacía cuentos de sus hazañas habaneras y todos lo escuchábamos atentos, como cobras a su encantador. Nos trataba despectivamente, se burlaba de nuestro aspecto, de la forma en que hablábamos o caminábamos. Él era el mejor, pues vivía en La Habana. Lo cierto es que aprendía rápidamente, tenía facilidad y desenvolvimiento para casi todas las cosas. Una tarde de escapada al río, descubrimos que era un gran nadador. Era hábil en todo tipo de deportes. Pronto se convirtió en el jugador más codiciado a la hora de formar los equipos de pelota. En pocos días el recién llegado era el líder al que todos mis amigos querían seguir.
Si todo lo anterior fuese poco, las niñas del pueblo se derretían ante su presencia. Entre ellas Generosa Carrillo, una mulatica de largas trenzas, ojos avellanados y sonrisa fácil, cuya presencia me provocaba asma de enamorado. En el cine, en la guarapera de Ito Cardona, todas se amontonaban a su alrededor. Las miradas, risitas nerviosas y movimientos de sus cuerpos delataban su preferencia por aquella suerte de Rey de La Habana. Su popularidad aumentaba, de la misma manera que aumentaba en mí un sentimiento de recelo hacia su persona.
¡Al muy cabrón todo le salía bien! Todos le reían las gracias. Todos y todas querían su amistad. Al mismo tiempo, entiendo hoy que tiene que haber sido el karma, yo caí en una espiral de mala racha. Nada me salía bien y lo poco que lograba era opacado por la lucidez y popularidad del nieto de Chicha.
Fue una calurosa tarde de julio, cansado de sus burlas y menosprecio, se me ocurrió la brillante idea de retarlo a una carrera. Había perdido en un santiamén casi todas mis canicas en un juego contra Rafaelito, (Rafaelito le llamaba ya casi todo el mundo)
- Guajiro, sabes que conmigo vas a perder. Me dijo, seguro de sí mismo y la palabra "guajiro" no la pronunció, más bien la escupió, como un perjuicio.
- El que va a perder eres tú. Le respondí ahogado por la rabia.
Estábamos en los corrales de mi tío Quiro. Justo el centro de lo que había sido mi reino hasta la aparición de aquel héroe capitalino. Entorno que yo conocía como las palmas de mis manos.
- Sígueme. Le dije y me encaminé al cuartón de desahogo, un potrero pequeño y totalmente llano que quedaba al costado de los corrales. Le señalé la cerca que quedaba a unos cien metros y le dije.
- La carrera es hasta la cerca del fondo y virar. El primero que llegue de regreso aquí gana todas las canicas. Juan Carlos gritará la salida ¿De acuerdo?
- De acuerdo.
Quizás fue el sentimiento de envidia compartido por todos, que veíamos ya en aquel recién llegado un peligroso rival. Quizás fue ese código de honor y secreto que comparten los guajiros. El caso es que ninguno de mis seis amigos espectadores dijo nada. Nadie lo alertó.
Me quité mis viejos tenis, hice algunos ejercicios de calentamiento y me puse en posición de salida. Con una sonrisa burlona Rafael se posicionó como un legítimo atleta de campo y pista. Juan Carlos contó lentamente y cuando dijo tres, los dos salimos a toda carrera. Hice un esfuerzo extraordinario, poniendo todo de mí, aún así íbamos bastante parejos. Notaba que milímetro a milímetro Rafael se me adelantaba. El corazón se me quería salir del pecho. Daba las más largas y rápidas zancadas posibles, sentía el repetido impacto de mis calcañales en las nalgas. Los orificios de mi nariz no eran lo suficientemente amplios para el caudal de aire que necesitaba aspirar. Habíamos recorrido la mitad del primer trayecto cuando de pronto frené. Mis pies descalzos resbalaron y se detuvieron allí donde la yerba cambiaba súbitamente de color, justo en el borde de una franja verdinegra de unos seis metros de ancho que atravesaba el potrero de lado a lado. Rafael, prosiguió su desenfrenada carrera, mientras yo, parado, lo veía perderse, no en la lejanía, perderse, o mejor dicho hundiese, hasta que que se lo tragó la tierra.
Lo oí resoplar, chapoteando en el pestilente y viscoso líquido. Agitaba sus brazos intentando nadar, pero apenas lograba mantener la cabeza fuera del lodo. El no lo sabía, pero la franja de yerba oscura que atravesaba el potrero no era otra cosa que el desagüe de un barrio de la periferia del central que arrastraba hasta allí todas las aguas albañales de una docena de casas. La Mojonera le llamábamos todos. Allí habíamos visto atascarse varias reses a las que era necesario sacarlas con un lazo, tirando con un caballo o un tractor. Y allí, en La Mojonera se hundía el nieto de Chicha, el mejor, el Rey de La Habana, con todo su glamour. Haciendo un gran esfuerzo logró incorporarse, era una estatua chorreante de lodo negro. A cada paso se hundía más. Solo relucían la blanca dentadura y el brillo de sus ojos enfurecidos. Un estallido de carcajadas retumbo a mis espaldas. Me di la vuelta y allí destornilladlos de la risa, regados por el suelo estaban todos mis amigos.
Cuando prometió no tomar represalias le echamos una soga y todos tiramos de ella, hasta arrastrarlo a tierra firme. Exhausto por el esfuerzo, tendido sobre el pasto, rodeado de aquel bando de guajiritos muertos de risa, estaba el nieto de Chicha, el Rey de La Habana, convertido en un oscuro bolo fecal. Hundidos para siempre en La Mojonera quedaron su excesivo orgullo, sus burlas, su par de tenis y mis recelos. No todo fue pérdida. Aquella tarde obtuvo el mote que lo acompañó por el resto de las vacaciones, El Mojón de La Habana. El cambio fue radical. En días posteriores, se acopló al grupo hasta llegar a ser uno más entre nosotros. Al final del verano, en la esquina del parque, en solemne silencio, nos reunimos para despedirlo. La imagen de Rafaelito agitando los brazos por la ventanilla trasera del autobús, mientras se alejaba por la calle Real, es la última que se nos quedó grabada a todos. Nos miramos y nuestras caras reflejaban tristeza. Por semanas se paseó entre nosotros el vacío de su ausencia. Nunca más supimos de él.
Treinta años después, otra tarde de julio, calurosa como aquella de La Mojonera, charlando con un viejo amigo de visita en Miami, que vivió muchos años en La Habana, bebiéndonos un whisky, le pregunté por el nieto de Chicha.
- Lo mataron en Angola. Me dijo a secas.
Y se me hizo un nudo en la garganta.