Familia Gonzalez. Bar/Cafeteria Hogares. Madrid (1969) |
A pesar de
los intentos de Teo por evitarlo, la fina copa de cristal se hizo añicos contra
la pared exterior del edificio. Su contenido dejo una mancha oscura en la
superficie de ladrillos rojos e inundó la tarde madrileña de olor a
brandy.
Conocí a Teófilo
Saguar una tarde primaveral de 1971. Él, alternaba con un grupo de amigos en el
Bar/Cafetería Hogares. Del otro lado del mostrador, yo me ahogaba en las
inseguridades de un chaval de catorce años recién exiliado, en su primer día de empleo, que se asomaba con
timidez a una nueva vida en un Madrid muy lejos y muy distinto del verde entorno
del campo cubano que lo vio nacer.
Teo, como le
llamaban sus amigos, el señor Miranda y el señor Willy, componían aquel grupo de
amigos que entre copas, aperitivos, cigarrillos, risas y bromas, disfrutaban unas
horas de juerga. Español en la mitad de su tercera década de vida, Teo era fornido,
de incipiente calvicie, pelo corto y rizado, trabajaba en la redacción del
diario ABC y era vecino de la Colonia Hogares, barrio que le daba nombre y donde
estaba radicado el negocio regentado por la familia González, donde yo
torpemente ejecutaba mi primer día atendiendo el bar.
Aquella tarde, se
desató entre los amigos una disputa. Miranda y Willy, protestaban enérgicamente
ante Modesto el hermano mayor de los González, administrador del negocio, por
permitirle a Teo mantener en el Bar una copa personal de tamaño mayor a las
demás, donde se le servía brandy Magno, su licor favorito. La copa termino destrozada.
Yo miraba espantado aquel drama y temí una escalada en las acciones y un final
belicoso. Pero la sangre no llego al río. La velada prosiguió sin mayores
contratiempos. Los amigos la pasaron de maravilla. Cayendo la tarde se
despidieron con abrazos y promesas de encontrarse a la misma hora, en el mismo
sitio, el próximo día. Antes de marcharse, Teo se me acercó para pagar la
cuenta y notando mi incertidumbre, con voz grave me dijo, − No te preocupes
chaval, que todo te irá bien. El próximo día se apareció en el bar con una copa
nueva de mayor tamaño que la anterior.
Teo era un asiduo
cliente y gran amigo de Modesto. Después de cerrar el bar, en las madrugadas,
Modesto me llevaba en su coche hasta mi casa en el barrio de Vallecas. Él y Teo
proseguían de juerga por distintos centros nocturnos de Madrid. Aunque no
trabajaba en el Bar, su presencia y la amistad con Modesto lo hacían parte del equipo.
En noches de bronca, que aunque no abundaban ocurrían de vez en cuando por los
excesos del alcohol, actuaba como un agente de seguridad. Más de una vez lo vi poner
orden y batirse a puñetazos a favor de la casa. Aunque bebía mucho, jamás lo vi
perder el control ni faltar al respeto. Solterón empedernido, sentía una
atracción especial por Araceli, hermana de Modesto y mi compañera de labores
detrás de la barra.
Teo se convirtió
en uno de mis mejores clientes y amigo. Los meses pasaron y paso mi torpeza
detrás de la barra. La paciencia y las enseñanzas de Araceli, fueron la clave
en mi desarrollo laboral. Adquirí la habilidad, confianza y el conocimiento
necesario para mantener aquel empleo por casi tres años, hasta mi salida hacia mi
destino final, Estados Unidos.
La calidad de los
mariscos y la dedicación de toda una familia, hacían de aquel sitio el lugar de
mayor clientela en la zona. Los fines de semana eran agotadores. Atendíamos
cientos de parroquianos que en unión de sus familias pasaban horas de
esparcimiento, degustando exquisitos platos y bebiendo buen vino. Esos días de
mucho trabajo, todos los hermanos ayudaban en el establecimiento. Las hermanas
más pequeñas, Raquel y Amelia, eran enviadas a dar una mano. Se encargaban de
tareas menores, como realizar los cobros en la caja. Fue allí donde conocí a
Amelia, la hija menor de Don Fausto, el patriarca de los González, un hombre de
carácter serio y firme por el cual todos sentíamos un enorme respeto.
Amelia era una hermosa joven de mi edad. De
tez blanca, ojos almendrados, cabellos negros y una sonrisa noble y diáfana. Su
presencia me producía un sentimiento raro, un salto en el estómago. No tardé en
descubrir que aquella sensación era un sentimiento y en encontrarle su justo
nombre. No sé cómo pude reunir el valor para decirle lo que yo sentía.
Conspiraban contra mí, muchas cosas, o al menos eso creía yo. El inmenso
respeto o miedo a Don Fausto y a Modesto, la gran diferencia económica y social
eran parte de mi lastre mental y complejo de inferioridad. Si todo lo anterior
era poco, también conspiraba y competía Nico, un españolito recortado de
estatura y regordete, cliente del Bar, que se moría por Amelia sin decírselo.
Comenzamos a salir
a escondidas. Nos veíamos los miércoles, mi único día libre. Un férreo manto de
secretismo cubría aquella relación pura, bella y juvenil. Nos queríamos como se
quieren dos críos. Asistíamos al cine, al teatro y esporádicamente y gracias a
la generosidad de Vicente Alcolea a una de las discotecas de mas nombre en el
Madrid de aquella época, New Sunset. Un miércoles para olvidar fue aquel en que
caminábamos por el centro de Madrid abrazados. Charlábamos animadamente y
distraídos hasta que chocamos de frente con Teo. La Gran Vía se hundió bajo mis
pies, la silueta de los edificios danzaban a nuestro alrededor, portales,
vidrieras, ventanales, giraban en aquella centrifuga proyectando sombras sobre nuestros
cuerpos. Los latidos del corazón se mudaron a mi cabeza y unido al de los
coches que transitaban la ancha avenida, amenazaban con hacérmela estallar.
−Hola Amelia,
hola Miguel - dijo Teo con el semblante contraído.
− Ho, ho, hola - respondí yo, tartamudeando y en un tono inaudible.
Eso fue todo lo
que dijo, eso fue todo lo que dije. El, prosiguió su camino en sentido
contrario. Yo me quede allí, mudo, como de piedra. Cuando me retorno el alma al
cuerpo, ya Teo se había perdido entre los transeúntes.
− Espérame aquí
por favor - le dije a Amelia, y salí a buscarlo.
Le di alcance a
dos cuadras. Tratando recobrar el aliento y el valor le hablé.
− Teo, por favor,
esto que usted ha visto aquí hoy, le ruego que quede entre nosotros.
Me miro, con la
mirada dura, penetrante. Los segundos se me antojaron horas. Al fin habló.
− Miguel, yo soy
un hombre y por lo que veo tu lo eres también.
Lentamente extendió
su diestra, me estrecho la mano firmemente y se fue.
Amelia y yo
proseguimos nuestro camino llenos de conjeturas y miedo. Pasaron los días,
meses y los años, Teo no dijo ni una palabra. Nuestra relación se mantuvo
secreta hasta mi partida hacia Estados Unidos. El arribo de las primeras cartas
puso a la familia al tanto de los hechos. Mi promesa de regresar en un año, no
se concretó. El tiempo y la distancia se encargaron de ponerle fin a nuestra relación.
Pasaron treinta y
dos años. En el verano del 2005 regresé por primera vez a Madrid acompañado de
mi familia. Me esperaban los hermanos González, con quienes había mantenido
contacto durante mi larga ausencia. De los seis hermanos, solo faltaban, José
Luis que vivía en Francia y Amelia que vivía en Londres.
Por mediación de
Modesto contacte a Teo.
− ¿Donde estas
Miguelillo? - me pregunto con alegría a través del teléfono.
− Camino a Las Ventas.
Vamos a ver una corrida de toros.
− ¡Pues allá nos
vemos hombre!
Modesto me lo
señaló. Caminando encorvado entre los tendidos, asistido por un bastón. Los
años y la vida se le notaban. El abrazo fue prolongado y efusivo. Me separó por
unos segundos para volver a abrazarme y decirme, − ¡Miguel, estas hecho todo un
tío!
Terminada la
corrida, fuimos a cenar en El Botín. En la Plaza Mayor, nos quedamos rezagados del
resto del grupo, charlando de mil cosas pendientes. Fue allí donde Teófilo
Saguar me hizo la pregunta que probaría la solidez de su carácter y el valor de
una amistad que ha perdurado por el resto de nuestras vidas.