Las
ruedas del carretón de madera tocaban la guardarraya de tierra a intervalos de
tres o cuatro metros. Yo me aferraba a la soga que unía ambas barandas como un
náufrago a un salvavidas, mientras intentaba esquivar los proyectiles en forma
de pedazos de tierra colorada que la Mulata compactaba con sus cascos y
despedía en su alocada carrera. Al “timón” sobre la Mulata, la yegua voladora,
iba mi primo Oscarito. A diferencia de los carretones tradicionales, aquel se
manipulaba atando la soga del pértigo al pico de la montura y la cabalgadura
llevaba jinete.
El
ritual se repetía todas las tardes. Después del colegio, mi primo Oscar Grillo
y yo salíamos de casa de mi tío Quiro, con el carretón tirado por la Mulata,
una yegua dorada oscura de mucho temperamento. Cumplíamos la tarea impuesta por
nuestros padres, recogíamos, hasta llenar el carretón, las hojas de caña de
azúcar (cogollo) dejadas en el campo por los macheteros, para utilizarlas en la
alimentación de los animales domésticos. El primer tramo, lo recorríamos a trote corto y respetuoso, una vez que
nuestras siluetas quedaban protegidas de las miradas de los familiares de la
casa por los frondosos cañaverales, la inquietud del brioso animal era evidente. Oscarito gritaba, – Agárrate. Al grito, yo me aferraba al carretón como
podía, y los cuatro, carretón, yegua y primos, nos convertíamos en un bólido
ruidoso que levantaba una enorme polvareda roja.
Así
íbamos aquella fresca tarde de enero, rozando la barrera del sonido. Yo ahogado
en polvo, adrenalina y risas, con la camisa suelta, veía las cuatro herraduras
de la Mulata brillar entre la tierra colorada. Por un momento creí ver la rueda
derecha separarse del cuerpo del carretón. No puede ser, pensé. Apenas tuve tiempo
de cerciorarme y gritar a todo pulmón, − ¡Paraaaa, que se salió el bitrosoooo!…
No tuve tiempo para más. El tornillo de hierro que atravesaba la punta del eje,
manteniendo la rueda en su lugar, se salió dejando la rueda libre. La rueda se
separó completamente, el eje cayó, incrustándose en la tierra y levantando un
chorro de tierra en forma de abanico. El violento impacto frenó el carretón de
un solo lado, levantó la parte izquierda y reventó la soga que ataba el pértigo
al pico de la montura. Oscarito y la Mulata siguieron su desenfrenada carrera,
mientras aquel averiado y ruidoso artefacto, conmigo de pasajero, hacia un
brusco giro a la derecha y se incrustaba como un proyectil en el cañaveral.
El impacto me hizo salir despedido, dejando retazos de la piel de los dedos adheridas a la soga que sujetaba. Por unos segundos volé sobre los plantones de caña, sentí el estruendo de las cañas ceder ante el peso de mi cuerpo, sentí las hojas cortándome las mejillas, hasta caer estrepitosamente pasado cinco surcos, sentí el gusto a tierra en la boca y perdí el conocimiento. No sé el tiempo que permanecí allí. Cuando abrí los ojos, era arrastrado por las piernas, la cabeza se me estremecía al compás de las irregularidades del terreno, bajo la espalda se me amontonaba un colchón de paja de caña.
Así
me sacó mi “cuidadoso” primo del lugar del accidente hasta la guardarraya.
Logre toser un par de veces y respirar, escupí tierra humedecida en sangre. Una
intermitente danza en forma de calidoscopio se me antojaban las borrosas
figuras de Oscarito, yegua, cañaveral y carretón averiado. Fue entonces que mi
rescatista extremadamente preocupado me sacudió por los hombros y profirió las
palabras que cuarenta y seis años después no logro olvidar: −Pendejo, no se
dice bitroso, se dice sotroso.
Guardarraya:
Camino de tierra entre campos de caña.
Pértigo:
Pieza larga por donde se tira de una carreta o carreton.
Pico
de montura: Pieza de metal donde se ata el lazo en las sillas de monta,
utilizadas para trabajar ganado. Sotroso: Tornillo de metal que atraviesa la punta del eje, manteniendo las ruedas en su lugar