Wednesday, January 27, 2016

¿Cómo sobrevivimos?


Ayer por la tarde recogí, como todos los martes, a mi nieta del “Day Care” escuelita, o pre kínder. Con solo tres añitos, Mariah sabe abrocharse el cinturón de seguridad del asiento para niños, en el que viaja en la cabina climatizada de nuestro auto hasta nuestra casa. Suelo mirarla por el espejo retrovisor, mientras entablamos un dialogo que invariablemente toma matices humorísticos por las ocurrencias de la cría. Durante el recorrido me ausente del dialogo y me deje llevar por el recuerdo y la nostalgia hasta mis días de infancia en la finca Esperanza y Sumidero en las afueras del Central Mercedes, Matanzas, Cuba. La pregunta fue inevitable ¿Cómo sobrevivimos? Esta pregunta me la hago muchas veces. Especialmente cuando comparo la gran diferencia entre la forma en que viví mi niñez y la forma en que la viven los niños ahora. Sería muy largo hacer una comparación detallada, así que me concentraré en un solo detalle, el transporte. 

 


Las primeras clases de tutoría que recibí me las impartió Elena Cardona en su casa, o la casa de sus padres para ser más exactos. No sé si por vocación o por unos pocos pesos, lo cierto es que en casa de Ramona y Vicente, Elena creó una escuela privada donde asistíamos varios niños del central a repasar y reforzar la materia que nos daban en la escuela pública José Abrines. Se formaban grupos por edades, de esa manera cuando yo estaba aprendiendo a escribir, mis primos mayores que también asistían, estaban aprendiendo quebrados. El encargado de llevarme y traerme era mi primo Vicentico Grillo, diez o doce años mayor que yo, hijo de mis tíos Digna Álvarez y Pipe Grillo, que también asistía a clases. El medio de transporte era un caballo, o en nuestro caso una yegua vieja. Vicentico se aparecía en casa a bordo de  "la yegua de la sociedad" así le llamábamos todos, pues pertenecía a la sociedad formada por los hermanos Grillo, propietaria de la finca donde vivíamos. La yegua entradita ya en años, era extremadamente dócil y noble, por esa razón era utilizada como transporte de muchachos. El encargado de alistarla para esos menesteres, ponerle la montura y acicalarla era Severino Pereira, un trabajador de la finca que se encargaba de varios quehaceres en casa del tío Pipe. Severino tenía fama de ser un holgazán, Pipe le llamaba constantemente la atención. Lento y mal eran las peculiaridades con las que realizaba cualquier tipo de labor que se le encomiaba. Más que un empleado, era un miembro más de la familia. Eso sí, tocaba bien el laúd. 

Todas las mañanas mi madre me tenía listo. Al llamado de Vicentico desde el callejón, me despedía en el portal de la casa con un, −que Dios te proteja hijo− a toda carrera yo salvaba la distancia del portal al callejón y con la agilidad de los seis años, ponía un pie en el estribo de la montura y de un salto caía sobre las ancas del animal. No lo sabíamos entonces, pero en realidad, Dios nos protegía. Así, partíamos hacia la escuelita de Elena. Los primeros metros los recorríamos muy despacio, hasta perdernos de la vista de mi madre que invariablemente se quedaba parada en el portal. Cuando ya mi madre no nos veía Vicentico emitía un ruido parecido al motor de un auto. La yegua entrenada, según aumentaba el ruuuuuunnnnn aceleraba la marcha. A cada sonoro cambio de la transmisión imaginaria, el sacudión era más violento y la velocidad aumentaba. Cuando alcanzaba a ponerle la quinta, con el hocico estirado hacia adelante, las orejas plegadas hacia atrás y la cola recta en posición horizontal, la bestia se convertía en un estrepitoso bólido de cuatro patas. Yo con una mano me aferraba al cinto de Vicentico y con la otra sujetaba un cuaderno y un lápiz. Aquella mañana tomamos la curva frente a casa de Paco Herrera hacia la casa de los Cardona  a "ciento cuarenta kilómetros por hora." Así gritó el Juan Manuel Fangio de la equitación. Fue allí donde me pareció sentir la montura ladearse. En escasos segundos habíamos dejado la curva atrás y estábamos a unos ciento cincuenta metros de la carnicería de mi tío Generoso Morales. No supe, no tuve, de qué, ni a qué agarrarme, cuando el piloto de yegua formula 1 me lo gritó a todo pulmón, − ¡Agárrate!− Las cinchas flojas, gracias a la dejadez de Severino hicieron que la montura se virara completamente.

 


Parece un trabalenguas pero no lo es, las cuatro prietas tetas de la vieja yegua fue lo último que recuerdo haber visto, sentí el impacto de las patas en varias partes de mi cuerpo, lo demás es una nebulosa imagen de barriga, patas de yegua, terraplén y gente, si gente, vecinos que llegaron alarmados a nuestro auxilio, recuerdo a Negrito Scull y Nene Cabada. Cuando abrí los ojos, alguien me revisaba en busca de algún hueso roto. No faltó el cauteloso experto en medicina general que aconsejo, − No lo muevan, puede estar reventado por dentro.− Ya de pie, comprobado que no tenía ningún hueso fracturado y que estaba en buen estado de salud, alguien entre nervioso y jocoso señaló, − Va a ser un buen estudiante, no soltó ni la libreta ni el lápiz. ¿Cómo iba a soltarlos? si era lo único a lo que podía aferrarme. Vicentico se me acercó para decirme, − No te pasó nada y los hombres no lloran compadre.− No lo recuerdo bien, pero parece que yo lloraba. Así de duros, o salvajes, éramos los niños campesinos de entonces. Milagrosamente salimos ilesos de aquel accidente, un par de rasponazos y la ropa hecha un ripio. La mayor alarma cundió en casa de Elena, cuando vieron llagar a la yegua como un cohete con la montura en la barriga y sin jinetes. Severino salvó sus testículos, a pesar que la recomendación de castrarlo ganó popularidad hasta convertirse en unánime.


 −Abu, Abu quiero montar a Minimus.− La vocecita de mi nieta me saco de mi infancia.

−Claro mi amor, cuando lleguemos a casa te lo ensillo. Le dije con ternura y pensé: tengo que comprarle un casco, un chaleco de protección y no olvidarme de apretar bien la cincha. 

Tuesday, January 19, 2016

Bronca en La Reina.



La bronca.

Me percaté de que algo sucedía cuando los clientes abandonaron el mostrador y se agruparon frente al amplio ventanal que daba a la avenida. Me encontraba visitando La Reina, una repostería, panadería y fábrica de galletas, que habíamos adquirido hacia unos meses. Localizada en la ciudad de Jarabacoa, Republica Dominicana, el negocio estaba siendo administrado por mi primo Pepe Grillo y sometido a un necesario proceso de remodelación.

El local que ocupábamos estaba en la esquina formada por una calle secundaria y la concurrida avenida de La Confluencia. Desde su interior, a través de los cristales, se apreciaba el amplio panorama, la ancha avenida al frente y la calle al costado izquierdo del establecimiento. Justo allí, en la esquina, comenzó la algarabía proveniente de un insipiente molote de gente. La conmoción fue tal, que pronto el establecimiento quedo vacío.

Salí a la calle con la intención de averiguar la razón de  aquel barullo. Rodeados por un grupo de curiosos, dos hombres discutían  acaloradamente. Conocía a uno de ellos, era un español de mediana edad y corta estatura, radicado en el país y dueño de una fábrica de embutidos localizada a solo unas cuadras. Era cliente habitual de la Reina. El otro, un dominicano vestido de civil, alto, fornido, no lo había visto nunca, era de los dos el mas alterado. Gesticulaba constantemente señalando un auto que bloqueaba la salida de la calle a la avenida. Entonces comprendí: el español había bloqueado parcialmente la calle secundaria al parquear su automóvil para hacer su compra habitual en la panadería, y el dominicano, transitando por la calle hacia la avenida, se encontró la salida bloqueada. Pensé intervenir, pero la discusión había tomado matices violentos. Los espectadores lejos de apaciguar ánimos, los exhortaban a incrementar las hostilidades. “No seas cobarde”, “Dale un bofetón, pa que aprenda” eran los gritos que emanaba del gentío.   

En el momento cumbre de aquella trifulca, el dominicano agarró al español por el cuello, lo golpeo repetidas veces en las costillas y gritó,  −Soy policía y ahora, pa que aprenda, va preso.− A empujones lo introdujo en el asiento trasero de una camioneta Toyota, se sentó al volante y condujo hacia la avenida llevándoselo preso y dejando de manifiesto que el bloqueo de la boca calle era parcial.

− Abusador, por ahí, cabían dos autos − Dijo una señora con el seño fruñido.

−Eso es una injusticia. Pobre hombre− Lamentó alguien.

−Tenía que haberle metido un tiro− Gritó Celso, un viejo borrachín tambaleante, obsesionado con el poder y que decía haber sido parte de la escolta personal del "Jefe", en clara referencia a Trujillo.
 
El grupo y las opiniones se disiparon poco a poco y la tarde recobró su hastió.

Viaje y recepción.

− ¿Viste eso?− Me pregunto mi primo Pepe, cuando entré en el establecimiento.  – ¡Que injusticia!− Añadió.
Me quede callado, pero sentía una angustia inmensa. Era sábado, sabía que el español permanecería encarcelado hasta que el juez llegara el lunes y revisara su caso. Ver cometer una injusticia en silencio se iba convirtiendo en una insoportable carga. No pude soportar más y le dije a Pepe. –Vamos a la estación, voy a pedir una audiencia con el jefe de la policía, denunciar al policía y liberar al español.

Salimos en el auto de mi primo hacia la estación. Por el camino yo iba ordenando mis pensamientos. Preparé la defensa del detenido. Su seriedad ciudadana. Ser un hombre de bien y padre de familia. Un empresario serio. Eran algunos de los argumentos que utilizaría a su favor. La denuncia al policía estaba clara. Prepotencia. Abuso de poder. Arresto arbitrario. Violación de las leyes. Me sentí un justiciero, me sentí bien. Con la razón de mi parte, me invadió el triunfalismo y llegue a decirle a Pepe, − Ese hijo de la gran puta va a perder hasta el puesto.
Un edificio de una planta, pintado de un verde chillón, servía de cede a Estación de Policía de Jarabacoa. En el portal, sentados en dos sillas de plástico blanco, portando sendos fusiles de asalto, dos policías sonrientes nos dieron la bienvenida. La recepción era amplia, las mismas sillas de plástico blanco se repetían, esta vez agonizadas en una suerte de auditorio, o sala de espera. En un rincón, un viejo y desvencijado escritorio, sobre el escritorio un grupo de carpetas, un teléfono negro con el cordón del auricular hecho un enmarañado nudo. Detrás del escritorio una señora gruesa de aspecto bonachón, se pintaba las unas de un rojo escarlata.

−Buenas, ¿que desean?− Preguntó, con una amable sonrisa y una voz chillona que no correspondía con el volumen de su cuerpo. 
 
−Buenos días señora. − ¿Cuál es su nombre?− Le pregunté.
 
−Sonia, me llamo Sonia.

−Hola Sonia. Somos José Grillo y Miguel Grillo, propietarios de la repostería La Reina y queremos una audiencia con el jefe de la policía.

−Ah La Reina, ¿Ustedes son los dueños? ¡Qué galleticas más ricas hacen ahí! Por favor siéntense. Deja ver si los puede atender.

Nos disponíamos a sentarnos, cuando la escuchamos levantar el teléfono marcar algunos números y decir.

 −Jefe, aquí están los dueños de La Reina, quieren hablar con usted.− La vi mover la cabeza afirmativamente, se dirigió a nosotros y nos dijo, − Enseguida los atiende.

La espera fue corta. El teléfono sonó de nuevo, Sonia lo contestó y con otro gesto de cabeza nos señaló un pasillo.  −Por ese pasillo, la ultima puerta a la derecha.

El largo y estrecho pasillo estaba excesivamente iluminado. Una hilera de lámparas de luz fría colgaba del techo. Se me antojaron un tren lumínico.

Avanzamos por el pasillo, dejando atrás la recepción y la amable secretaria. Pude contar seis puertas a la derecha y seis a la izquierda. La tercera puerta de la izquierda era la única abierta, una gruesa reja cubría el umbral. Dentro, tres hombres, tres presos, sentados en un largo banco de cemento esperaban su suerte. Uno de ellos era el cliente de La Reina, el español que habíamos venido a liberar. Advertí en su rostro todo el peso de la ley, o quizás todo el peso de la injusticia. Nos miró, no pronunció palabra alguna. Llegamos a la sexta y última puerta. Mire a Pepe, asintió con la cabeza, di tres toque con los nudillos en las resecas tablas y esperé. −Adelante− Dijo alguien desde el interior con firmeza.

El jefe.

Empujé lentamente la puerta, las bisagras ausentes de lubricante emitieron un quejido digno de una película de terror. La luz penetró del estrecho pasillo a la habitación en penumbras. A medida que la quejumbrosa puerta se abría, nuestros cuerpos parados en el umbral, proyectaron dos sombras que se fueron agigantando sobre el piso hasta alcanzar la pared del fondo. Una nube de partículas de polvo revoleteaban en el haz de luz que rodeaba nuestras figuras.    
− Adelante, adelante.− Se escucho desde un rincón. Quise responder, pero el eco del “adelante, adelante” dentro de la habitación casi vacía no me lo permitió. 

Mis ojos intentaban acostumbrarse a la penumbra. Poco a poco pude divisar el contenido del aposento: cuatro archivos de metal de un color gris descolorido, con la mayoría de sus gavetas descarriladas y abiertas. Un catre personal cubierto por una sábana verde olivo. Una mesa grande de conferencias sin sillas, llena de carpetas amarillas. Recostados a un estante un grupo de fusiles de asalto. Y allí, en una esquina, un escritorio de madera, grande. Frente al escritorio dos sillas de plástico blanco, sobre el escritorio, un monitor de computadora, un teclado, un montón de papeles en total desorden y un teléfono negro idéntico al de la recepción. Un bombillo cagado de moscas colgaba por un cable del techo, dándole una pésima iluminación al rincón y al resto de la habitación. Aquel desorden no correspondía a la oficina de un jefe de policía, semejaba el cuarto de un viudo. Sentado en una silla, reclinado contra la pared, ambas piernas sobre el escritorio, mostrando las suelas de sus botas militares, estaba él, la máxima autoridad policial, el jefe supremo. El hombre con quien yo tenía que hablar para obtener la liberación del preso.
−Buenos días, en que puedo servirles.− Dijo poniéndose de pie y señalándonos con el dedo las dos sillas. Nos acercamos a él, hasta que la pobre luz que emanaba del bombillo ilumino su cara. Faltaban unos escasos metros para llegar al escritorio y Pepe y yo no podíamos dar un paso, éramos dos estatuas de piedra, inmóviles. De pronto sentí que la oficina se hacía pequeña, las paredes se abalanzaban sobre mí aplastándome. Traté de decir algo, pero un nudo en la garganta me lo impidió. Miré a mi primo Pepe y vi en su cara la mayor expresión de escepticismo que un ser humano puede mostrar. Ese inolvidable día Pepe me demostró sus dotes de ventrílocuo. Sin apenas mover la comisura de sus labios oí con claridad su voz ronca. − ¡De pinga Miguelito! – Me dijo aquel hombre, incapaz de proferir una mala palabra.

–Adelante señores, siéntense. ¿En qué puedo ayudarles?”
El “gracias” que finalmente logré balbucear me sonó mas chillón que el de la obesa secretaria. Como dos condenados que avanzan hacia el patíbulo, salvamos la corta distancia y nos sentamos en las sillas indicadas. Nada de lo estudiado y pensado durante el trayecto nos servía en aquel incomodo momento. Pepe y yo nos mirábamos mutuamente sin saber qué salida darle a aquella situación. La máxima autoridad policial del pueblo, el jefe supremo, el hombre con quien yo tenía que hablar para obtener la liberación del preso, era el mismo que lo había arrestado.

Al fin Pepe habló.
− Oficial, mi nombre es Pepe Grillo y este es Miguel Grillo, somos los propietarios de La Reina.− Dijo mi primo y tragó en seco.

Una sola letra pronuncio el jefe, una sola y pareció pavonearse y regocijarse en la autosuficiencia que produce el poder absoluto.
− ¿Y?

Entonces logré intervenir yo. Lo que procedió fue sin lugar a dudas un acto mezcla de malabarismo verbal y exaltación a la autoridad. De “abyecta guataquería ciudadana” lo calificamos entre risas Pepe y yo más tarde, al llegar con el español liberado a la panadería. Antes de marcharnos de la estacion, en prueba de agradecimiento infinito por su humanitario gesto, le entregamos al jefe una tarjeta del negocio y pusimos nuestros servicios a su entera disposición.

Semanas más tarde, estando yo ya en Miami, al finalizar un informe vía teléfono sobre el comportamiento económico del negocio, Pepe hizo una pausa para agregar.

−Por cierto Migue, al gallego no lo he visto mas, pero ya me avisó el jefe de la policía que su hija cumple quince años la semana que viene…  

Thursday, January 14, 2016

Diálogo de estación.




Recorrí con la vista la desierta sala de espera. En un mural leí los nombres y observé las fotografías de los depredadores sexuales de la región. Demasiados, pensé. Una hilera de retratos con los nombres de los distintos “sheriffs” que han ostentado el puesto en el pueblo de Wauchula capto mi atención. Me intrigó la solemne seriedad en blanco y negro de los primeros, allá por las primeras décadas del siglo pasado, en contraste con la sonrisa a todo color del actual. ¿Eran los hombres más serios antes? En eso andaba cuando me percaté de que ya tenía compañía.
Lo primero que percibí fue el olor a alcohol, su olor a alcohol. Lo segundo fue su mirada, inquisitiva, opaca, perdida. Bruscamente giró la cabeza de un lado a otro, el gesto  desmesurado, la torpeza muscular ante los mandatos cerebrales producto del residuo etílico o de alguna sustancia que aún corría por sus venas. Las ropas percudidas, los cabellos amelcochados por la mugre, las uñas sucias, los labios cuarteados, los dientes ausentes de esmalte, oscurecidos por el hábito de fumar. En las muñecas, un par de tatuajes se ocultaban detrás de las sombras violáceas, dolorosas marcas dejadas allí, sin lugar a dudas por un par de esposas bien apretadas. Tenía unos veintitantos años, aplastados y multiplicados por el peso de la mala vida. Y comenzó el diálogo.
− Hola.
− Hola. Respondí sin alejar mi mirada de mi teléfono celular donde escribía un mensaje de texto.
− Estás aquí para visitar a alguien.
− No.
− Entonces vienes a firmar.
Se refería primero, a si yo estaba allí, en la estación de policía de Wauchula, para visitar algún detenido, Y segundo, si la razón de mi visita era firmar el libro, requisito impuesto a los que están en libertad bajo supervisión de las autoridades.
− No. Volví a responder sin ánimo de enfrascarme en una conversación.
− Yo salí anoche. Vengo a recoger un par de cosa y firmar. Pero creo que me van a dejar, Porque, no se lo digas a nadie, anoche bebí.
Y se rió, dejando ver los estragos de fumar algo más que cigarrillos.
− Pero tú. Tú, seguro bienes a renovar la licencia de conducir. ¿Verdad?
− No.
− Entonces viniste a pagar una multa.
− No.
− ¿Entonces qué carajo tú haces aquí?
Y en ese justo momento salió la secretaria del “sheriff”  y me dijo con solemnidad.
− Señor Grillo, perdone la tardanza, sus huellas fueron aceptadas y su escrutinio Federal regresó limpio. Su solicitud aceptada, aquí tiene sus credenciales.
Mi compañera de espera no me dio tiempo a explicarle, o acaso no era mi intención hacerlo,  que ese trámite es necesario cuando se hace algún tipo de negocio con alguna identidad del Gobierno Federal. Ya sea en la rama agrícola, salud o cualquier otra. Ella asumió e instantáneamente y me dio rango y posición.
− ¡Tú eres un jodido Fed.!
 Dijo, haciéndome una horrible mueca. Dejando claro que en su escala de valores ser un Fed, (Agente Federal) era lo peor.
Agradecí a la amable secretaria por su ayuda, tomé mis credenciales. Antes de marcharme giré hacia la que hasta ese instante había sido mi entrevistadora y llevándome la mano derecha hasta visera de la gorra, en un saludo militar, le dije.  −Señora, que tenga usted un buen día.
No presté atención al rosario de improperios que me recetó en voz baja. Salí a la calle. La gélida brisa de la mañana del segundo miércoles de 2016 me acarició el rostro. Mire un cielo azul y despejado y en él un Sol nuevo y redondo que sale para todos y que se disponía a cooperar para regalarnos un día hermoso y perfecto. Respiré profundo, llenando mis pulmones a capacidad. Y no sentí pena por ella.